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EN PORTADA

Historias de cerebros extraordinarios

Una oleada de libros coincide en hacer justicia a la vida y las obras de un puñado de mujeres de enorme talento marginadas del relato dominante

Javier Sampedro
Rosalind Franklin, dibujada por Rachel Ignotofsky. 
Rosalind Franklin, dibujada por Rachel Ignotofsky. 

La discriminación de las mujeres tiene un carácter tan pandémico que no resulta fácil hallar un argumento sobre el que la ciencia, o más bien la práctica científica, pueda añadir algún ángulo nuevo, interesante, valioso. En ciencia, las mujeres dominan en los estudios universitarios y las primeras fases de su formación eterna, y empiezan a escasear en cuanto subimos por el escalafón del poder, pero esto es lo que ocurre en cualquier otro ámbito, ¿no es cierto? También han estado peor pagadas que —y discriminadas por— sus colegas masculinos, como pasa en todas partes. ¿Qué puede aportar, entonces, la ciencia a la agenda feminista?

Mi respuesta es: las científicas. Ellas mismas, con sus vidas, sus pensamientos y su lucha permanente y cruel para ocupar el lugar que su intelecto merece. Son mujeres como cualquier otra por un lado, pero muy distintas por otro, porque se encuentran entre los mejores cerebros del mundo y han hecho durante el siglo XX aportaciones esenciales al avance del conocimiento, por lo general ninguneadas por la miopía, no sé si machista, pero desde luego científica, de la élite intelectual de su época. Son casos de estudio valiosos, precisamente por su excepcionalidad. Ilustran como pocas hacia dónde deberían ir nuestras políticas de igualdad.

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Yo tengo mis casos favoritos, los que más me han ayudado a entender la discriminación, sus engranajes y sus motivaciones. Uno muy destacado es el de Henrietta Lea­vitt (1868-1921). A principios del siglo XX, las mujeres no podían estudiar astronomía por alguna razón, pero Lea­vitt estaba fascinada por esa ciencia y seguramente sabía que tenía talento para ella. Esas cosas son bastante evidentes para quien las sufre. Contra viento, marea y todo pronóstico, Leavitt se matricu­ló a los 20 años en la Sociedad para la Instrucción Colegiada de las Mujeres, lo más parecido que Harvard ofrecía a una carrera de ciencias para el sexo débil. Y luego se enroló en el harén de Pickering para catalogar, junto a otras mujeres, las estrellas del hemisferio sur.

Vidas pioneras

  • El universo de cristal. Dava Sobel. Traducción de Pedro Pacheco González. Capitán Swing, 2017. El mundo desconocido de las astrónomas contratadas en el Observatorio de Harvard a finales del XIX.
  • Sabias. Adela Muñoz Páez. Debate, 2017. Historia de algunas de las mujeres más relevantes en la ciencia y de las razones por las que han sido silenciadas.
  • Mujeres en la ciencia. Rachel Ignotofsky. Nórdica y Capitán Swing, 2017. Álbum ilustrado con pequeñas biografías de 50 pioneras que cambiaron el mundo.
  • Las calculadoras de estrellas. Miguel Ángel Delgado. Destino, 2016. Obra de ficción con personajes reales como las astrónomas Maria Mitchell, Antonia Maury o Annie Cannon.

Y de nuevo contra viento, marea y pronóstico, Leavitt descubrió la primera cinta métrica para medir el cosmos: las cefeidas, unas estrellas pulsantes ya observadas en el siglo XVIII, pero que la tozuda chica de Boston convirtió en la herramienta esencial de la cosmología. La que usó Edwin Hubble en la década siguiente para descubrir que el cosmos está en expansión, el mayor hallazgo de la historia de la astronomía. Hoy sabemos que esa expansión es cada vez más rápida, y también lo hemos descubierto con las herramientas que encontró Leavitt. En 1925, cuando quisieron darle el Nobel junto a Hubble, Henrietta llevaba cuatro años muerta.

Otro de mis casos favoritos es el de Barbara McClintock (1902-1992). En los años treinta y cuarenta, McClintock demostró que hay genes saltarines: tramos de ADN que significan su propia movilidad de un lugar a otro del genoma. Se llaman transposones, o elementos móviles, y nadie logró aceptar su existencia en la época, hasta el extremo de que McClintock se vio excluida de actividades académicas como seminarios, conferencias y tribunales de tesis.

McClintock debió sentirse bien cuando le dieron el Nobel 40 años más tarde. De hecho, se despachó a gusto en su discurso de la cena en Estocolmo. El vacío que le hicieron sus colegas resultó, dijo allí, “una delicia”, porque le permitió concentrarse en su trabajo sin distracciones inoportunas. Pero la gran genetista norteamericana no se vio del todo compensada por la concesión de su tardío Nobel. Porque su gran descubrimiento no fue que hay genes que saltan, sino que lo hacen en respuesta a las condiciones del entorno. Es un mecanismo directo por el que el ambiente puede alterar el genoma, y por tanto una contribución esencial a la teoría evolutiva. La Academia sueca no reconoció esa teoría esencial en su galardón.

La discriminación por razón de sexo tiene un carácter tan pandémico que no resulta fácil hallar un ángulo nuevo en la práctica científica

Los últimos libros que se han publicado han seguido, felizmente, este enfoque biográfico, centrado en la peculiaridad de cada uno de los cerebros femeninos que han estado a la altura de sus colegas masculinos, si no más arriba. Estoy de acuerdo con sus autores en que esa aproximación al tema es la más útil que se puede hacer hoy desde la ciencia. Estas no son mujeres normales —en el sentido en que Einstein o Feynman tampoco son hombres normales—, pero aportan a la agenda feminista un ángulo interesante: si incluso estas mujeres de enorme talento sufrieron la discriminación, ¿qué no les podrá pasar a las mujeres del común, todas esas sin superpoderes?

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