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David Lynch para profanos

El documental ‘The Art Life’ y el libro ‘El hombre de otro lugar’ analizan con afán de claridad la obra de uno de los creadores más oscuros e influyentes del cine actual

Fotograma del documental 'David Lynch-The Art Life', de Jon Nguyen.
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'Oscuridad y esplendor'. Crítica de JORDI COSTA
David Lynch, cabeza reveladora

La infancia de uno de los más célebres exploradores de la oscuridad contemporánea se pareció a una armónica sucesión de pinturas de Norman Rockwell: todo un camino de aprendizaje en el espacio edénico de una América luminosa, inocente, virtuosa, previa a la Caída. Con todo, algunas leves grietas revelaban la presencia de una perturbación subyacente. Una tarde, David Lynch y su hermano John estaban en el jardín de su casa, en Boise (Idaho), y vieron a una extraña figura acercándose por la calle. Era una mujer completamente desnuda, que, poco antes de llegar a su altura, se sentó en el bordillo de la acera y empezó a llorar. El pequeño John se sumó al llanto. David sintió que esa mujer necesitaba ayuda y consuelo, pero se sintió paralizado, no le llegaban las palabras, no sabía cómo manejar la situación. Los entusiastas de Lynch sabrán reconocer fácilmente el eco de ese instante traumático en la obra del cineasta: es, en efecto, la secuencia en la que Dorothy Vallens –una Isabelle Rossellini con el cuerpo amoratado- se acerca al hogar de los Beaumont, desvalida, desnuda y espectral, ante la perpleja mirada de la joven Sandy Williams.

El cineasta rememora ese recuerdo en el documental David Lynch-The Art Life, de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm, y en las páginas del libro David Lynch. El hombre de otro lugar (Alpha Decay), de Dennis Lim: “[La mujer] había enloquecido, algo malo había pasado. Los dos supimos que no sabía dónde estaba ni que iba desnuda”. Ambos trabajos consiguen algo remarcable: descifrar a uno de los creadores más influyentes y esquivos de nuestro tiempo, optando por un camino de acentuada simplicidad y transparencia, alejándose de toda tentación de contagiarse de ese componente de distorsión y extrañeza que uno asocia al concepto de lo lynchiano. La decisión está cargada de sentido, porque el universo imaginario de este cineasta y artista plástico es, sin duda, oscuro e intrincado, aunque su artífice es algo parecido a una paradoja andante: un tipo sencillo, incluso elemental en apariencia, pero receptivo a aquellas ondas eléctricas, invisibles para el resto de sus contemporáneos, que liberan el inconsciente de lo real para transfigurar el universo. La crítica Pauline Kael llegó a definirle como un genio bobo, David Foster Wallace escribió que “a veces es difícil saber si es un genio o un idiota” y Dennis Lim clava su singularidad al definirle como un “formalista intuitivo” o como “el artista primitivo de nuestro arte más moderno”. Explicar a Lynch prescindiendo de toda afectación, buscando la claridad a toda costa no sólo es el triunfo compartido por este iluminador documental y este ensayo tan sintético como exhaustivo: también es lo que una figura como la del creador de Cabeza borradora (1977) parecía estar reclamando con un grito mudo, imperceptible para el oído humano común.

En David Lynch-The Art Life no se habla de cine: con el empeño de llegar al hueso de su objeto de análisis, los documentalistas optan por mostrarle en su estudio, aplicando esa ética puritana del trabajo manual que le inculcó su padre sobre lienzos que funcionan como crispadas ventanas a una realidad oscura, traducida a una peculiar apropiación de posexpresionismo y Art Brut. Para Nguyen, Barnes y Neergaard-Hold, Lynch es, fundamentalmente, un artista. O un pintor que acabó haciendo películas. Las palabras del creador van recordando sus años de iniciación como artista y, poco a poco, el espectador va dándose cuenta de que todo está allí. La película tiene la elegancia de no explicitar ningún tipo de conexiones entre la labor pictórica de Lynch y su posterior carrera cinematográfica: basta escuchar los recuerdos de sus años como estudiante de Bellas Artes en Filadelfia, definida como “la Nueva York del pobre” y “una ciudad mezquina”, para entender que el caldo de cultivo de la futura Cabeza borradora tenía código postal, del mismo modo que el pulso entre la luz y la oscuridad que recorrerá todo su discurso parte de esa mirada limpia de un aplicado boy scout imantada por sucesivas y dispersas manifestaciones de la Caída.

No se equivoca el cineasta canadiense Guy Maddin al afirmar que el libro de Dennis Lim “es la última palabra en cuanto a David Lynch se refiere”. El autor no gasta tiempo en proponer intrincadas interpretaciones de la obra lynchiana: su objetivo es el de sintetizar, clarificar y, sobre todo, transmitir el sentido, la coherencia y la relevancia de una trayectoria creativa tan insular como capaz de capturar el espíritu de su tiempo. Lim no lo disecciona como a un insecto extraño, pero no esquiva ninguna de sus aristas: los fragmentos sobre el problemático reaganismo de Lynch y sobre su vigente compromiso en la difusión de la meditación trascendental resultan tan reveladores como respetuosos. La conclusión es que en Lynch no hay ni el menor atisbo de pose.

¿Quién no quiere volver a Twin Peaks?

PABLO LEÓN

"Nos vemos en 25 años", susurraba Laura Palmer en el último episodio de Twin Peaks. La joven hablaba al oído de un hombre en una onírica habitación roja. Ese hombre era el agente del FBI Dale Cooper (interpretado por Kyle MacLachan), encargado de investigar el asesinato de la propia Laura.

Esa promesa se ha hecho realidad. A los 25 años del estreno de Twin Peaks, Lynch anunció que la serie regresaba con 18 episodios que se estrenan el 21 de mayo en Estados Unidos por la cadena Showtime (en España se emitirá por Movistar Series Xtra de forma simultánea) y que contaba con Mark Frost —la otra pata del universo Twin Peaks— y gran parte del elenco original. Hace unos días se ha confirmado la colaboración, entre otros, de Monica Bellucci, Laura Dern o Michael Cera.

Laura Palmer se presentó ante el público muerta, "y envuelta en plástico", como decía el vecino que encontró su cuerpo flotando en un lago en un pueblo fronterizo entre Estados Unidos y Canadá. Así fue el estreno de la serie de culto de David Lynch. Ese capítulo piloto, emitido el 8 de abril de 1990 en Estados Unidos, llamó la atención de 34,6 millones de espectadores y provocó que, por primera vez, descendiera el número de seguidores de Cheers. Se convirtió en un extraño fenómeno que convenció a audiencia, crítica y a los lynchianos. La serie recorrió el mundo con una pregunta como reclamo: ¿Quién mató a Laura Palmer? Pero la identidad del asesino era lo que menos interesaba a Lynch. No era más que una excusa para mostrar toda la podredumbre que podía habitar en un pequeño y, en apariencia, apacible pueblo de 51.201 habitantes. Infidelidades, drogas, secuestros, orgías, prostitución, trifulcas familiares, y locura, mucha locura, salpicaban los capítulos de las dos temporadas de la serie. Cuando la productora obligó al director a revelar la identidad del asesino de Laura, Lynch perdió interés y la serie decayó. Volvió para cerrarla y posteriormente se acercó al universo Twin Peaks, en formato precuela: Fuego camina conmigo, de 1992. Ahora, Lynch vuelve a Twin Peaks para hacer con la serie lo que siempre quiso.

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