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ARTE / LIBROS

Una oreja para Tracey Emin

La artista entrega una biografía que le sirve para reconstruir su tórpida existencia impactada por el alcohol y el sexo exhibida como algo taumatúrgico

Hay artistas cuya obra se centra en un extraordinario amor a la vida, por dura que ésta sea. Su esteticismo es su religión, la adoración de una plástica no como algo cosmético sino como una valiente lucha contra los monstruos del patriarcado y de esos espacios de calma familiares, desiertos helados sin vientos ni penumbras. La búsqueda de paraísos lábiles y efervescentes llevó a autoras como Eva Hesse o Louise Bourgeois por acantilados de extrañeza sólo por el placer, auténtico y difícil, de la poesía. En los años en que estas autoras comenzaron a circular por los museos no como rarezas sino como algo común -lo que suponía que la sociedad había entendido de verdad su valor intrínseco- en Inglaterra irrumpían sin apenas mediación los trabajos de mujeres artistas que recreaban sus experiencias vitales despojadas de cualquier compromiso y elaboradas de nuevo en términos de provocación. El caso más notorio fue el de la londinense Tracey Emin (1963), que consiguió llegar a la final de los premios Turner en 1999. Pocos años antes había abierto su Tracey Emin Museum en un pequeño local de Waterloo Road, donde ejercía de artista, crítica, comisaria y galerista, adelantándose a esa tendencia que el propio sistema institucionalizó con “artistas-orquesta” como Maurizio Catellan o Damien Hirst, en un momento en que la demanda de trabajos con un toque chic narcisista se disparaba por las nubes. La obra por la que Emin consiguió popularidad, My Bed, hoy en poder de la Tate Britain (2,5 millones de libras), reproducía su propio dormitorio en el límite de la impudicia y el vacío deliberado, y hasta consiguió que viéramos el cuartucho arlesiano de Van Gogh como una sobria y convencional idealización del malditismo artístico.

Aquella oreja sagrada de Emin retorna ahora como una extensa cartela explicativa, Strangeland, una biografía que le sirve para reconstruir su tórpida existencia impactada por el alcohol y el sexo exhibida como algo taumatúrgico. Hay demasiada autocompasión en este paraíso roto donde Emin desmenuza su pasado como si fuera los pétalos recocidos de un shish kebab: los viajes por la región de Ankara con su padre -“un negraco turco”-, una violación en plena adolescencia, dos abortos, una tentativa de suicidio, borracheras, múltiples encuentros sexuales y hasta una historia de amor verdadero.

Es mejor carecer de ese sentido trágico de la existencia que intentar fabricarlo. Las memorias de Emin son una fábrica de emociones y frustraciones sublimadas, un folletín de retórica hinchada tan corto y horizontal como una tabla de planchar. Como desecho del espacio cultural, el libro funciona como guía para todo artista que pretenda ser algo más que un pez muerto en la charca del arte.

Strangeland. Tracey Emin. Alpha Decay. Barcelona. 2016. Traducción Ismael Attrache. 233 págs.

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