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Una patria ‘prêt-à-porter’ en Micronesia

Antes de ser un oasis para el dinero lo fueron en riqueza natural, cuando recaló en ellas el marinero español Alonso de Salazar, en 1526

Eva Vázquez

Impresiona el mimetismo conceptual entre los paraísos naturales y los paraísos fiscales. Llegan a sobreponerse los unos sobre los otros, prolongando la idea de la evasión a una suerte de estado místico, o acunando entre palmerales y brisa marina el linaje pervertido del dinero sucio. Que se blanquea mejor en las islas más remotas.

Las religiones monoteístas, que nacieron en el desierto, crearon la idea del Edén en estricta contraposición al erial que los circundaba. Si la tierra era baldía y pedregosa, el paraíso debía ser florido y exuberante. Es lo que sucede entre el hombre y Dios. Imperfecto el uno, perfecto el otro, mortal e inmortal, impotente y omnipotente, efímero y eterno. Dios es una creación humana, no al revés. Y los edenes son una solución antrópica a la que hemos acomodado el paraíso fiscal como un lugar paradisiaco donde no rige la ética financiera. Y donde el capitalismo se despoja de cualquier atadura contingente. Ni presión tributaria. Ni transparencia. Ni control.

Puede entenderse así mejor la popularidad de las Islas Marshall, como destino turístico en la remota Micronesia y como receptáculo de millares y millares de empresas y evasores que amarran en sus puertos sin otros requisitos que un desembolso de 1.050 dólares (1.329 euros). La mayoría, 650, se apoquina para constituir una sociedad financiera en menos de 24 horas. Y el resto se emplea para mantenerla en sus prosaicas exigencias administrativas. De hecho, la peculiaridad de este atolón independiente en aguas del Pacífico —70.000 habitantes, 2.718 dólares (2.409 euros) de renta per cápita— no sólo consiste en purificar el dinero con el mismo color níveo de la finísima arena de las playas, sino en la flexibilidad que comporta izar y arriar a voluntad la “bandera de conveniencia”.

Ejercicio chaquetero

He aquí un concepto derivado de la marina civil que concierne a la nacionalidad mutante del naviero. Está sujeta cualquier embarcación al pabellón del país de origen y al escrúpulo regulatorio internacional, pero algunos Estados, entre ellos Corea del Norte, Honduras y Liberia, proporcionan un proceso de asimilación circunstancial. Sería como conceder al barco un pasaporte temporal, proporcionarle un ejercicio chaquetero que conviene —conveniencia, decíamos— a ambas partes por el incremento del tráfico comercial y por el interés de los privilegios arancelarios.

Las Islas Marshall, amén de la propia, tiene expuesta y enhiesta la bandera de conveniencia, aunque muchos de los barcos registrados en sus pantalanes son invisibles, como invisibles son los clientes que apuran desde Manhattan o desde Londres las ventajas de esta pintoresca excepción territorial. Ninguna tan atractiva como una cuota fiscal única del 10% ni tan confortable como la garantía del secreto bancario y societario.

¿Dónde está el tesoro?

Las islas del tesoro (Fondo de Cultura Económica) es el título de un exhaustivo trabajo de investigación con el que el profesor Nicholas Shasxon ha pretendido cartografiar los paraísos fiscales.

Es el contexto en el que ha acuñado la idea del mundo extraterritorial, un archipiélago de paraísos fomentados y consentidos por las potencias occidentales en los que circula más de la mitad de los activos bancarios, así como un tercio de las inversiones extranjeras directas.

Se justifican estas islas en su hermetismo, secreto bancario, privilegio fiscal y predisposición al blanqueo, pero no todas ellas se atienen al estereotipo paradisiaco y remoto ni a su vinculación al Edén.

Es más, la isla de las islas en su actividad más oscura y en su tejido más corpulento se encuentra en Nueva York y se llama... Manhattan. “Es sin duda el paraíso fiscal más importante del mundo”, razonaba Marshall Langer en su condición de experto en jurisdicción internacional. “Y el segundo más importante no tiene mar sino río: Londres”.

Es la manera de darle cierto sentido contemporáneo al lema del país: Jepilpilin ke ejukaa. Para traducirlo se requieren conocimientos en lenguas austronesias, concretamente la rama malayo-polinesia, pero Google se acerca a una versión aceptable: “El logro por medio del esfuerzo conjunto”. Que podría ser también el eslogan mafioso de “una mano lava la otra”.

Y no fueron siempre las Islas Marshall un paraíso fiscal. Fueron un paraíso natural cuando recaló en ellas el marinero español Alonso de Salazar en 1526, aunque el documento de la conquista lo extendió su compatriota Álvaro de Saavedra dos años más tarde, bautizando el atolón con un nombre que aludía a los tatuajes de los aborígenes: Los Pintados.

No se ponía el sol en el imperio. O no lo hizo hasta que el papa León XIII ejerció de autoridad metafísica y diplomática para arbitrar el litigio entre españoles, alemanes y británicos, amparados estos últimos no ya en la dejadez de la colonización ibérica, sino en el esfuerzo cartográfico y hasta antropológico que hizo el explorador John Marshall desde 1799, predisponiendo, sin imaginarlo, la vinculación patronímica del archipiélago.

Criterio papal

España se avino al criterio pontificio en 1885. Cedía la soberanía de las islas a cambio de conservar Las Carolinas y de secundar a León XIII en sus maniobras de deshielo con las potencias protestantes. Que las Islas Marshall ocuparan apenas 181 kilómetros cuadrados y estuvieran a 10.000 kilómetros del Vaticano no implica que carecieran de valor geoestratégico. Menos aún para un papa, monseñor Pecci, que perseveró en la reconciliación de los cristianos y que pretendió conjurar los antiguos cismas, de tal manera que Reino Unido y Alemania compartieron la soberanía del archipiélago hasta que Japón lo invadió en una ofensiva de la II Guerra Mundial. Quedaban expuestos sus habitantes a un cambio de cultura y de régimen tanto como lo hacían a los avatares del conflicto en el Pacífico. Especialmente con la liberación que les proporcionaron los soldados americanos en 1944. Y al precio de una abusiva ocupación.

No sólo porque las Islas Marshall tuvieron que amortiguar la desmesura de 67 pruebas nucleares —se realizaron entre 1946 y 1957— sino porque se demoraron los plazos de la independencia hasta 1990.

Es el origen de la Constitución vigente. Y el señuelo de una soberanía que nunca ha llegado a producirse. Las Islas Marshall pertenecen a las sociedades offshore y representan el subconsciente del capitalismo occidental detrás de la magnífica postal del paraíso.

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