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LIBROS

Frescura, crudeza y verdad

Intuitivo y lleno de humor, Diario del anciano averiado es una nueva entrega de las anotaciones de Salvador Pániker

Jordi Gracia

No es fácil explicarse por qué, pero la sobredosis de yo casi delictiva de Salvador Pániker no dificulta en absoluto (o solo muy poco) la lectura de sus diarios, ni de este ni de los anteriores, al menos desde Cuaderno amarillo (los dos siguientes han sido reeditados ahora también, Variaciones 95 y Diario de otoño). Algunos apreciamos muy singularmente los dos tomos anteriores, descarados y veraces, de sus memorias, Primer testamento y Segunda memoria, porque miraron sin complejos al pasado más turbio y mitificado y hablaba desde la cuna de la buena familia sobre la negrura franquista sin disimulos y sin autoengaños. Pániker no fue nuestro Pániker al menos hasta las vísperas de la fundación de una editorial tan vivaz y fresca como Kairós, en 1969.

Entre sus virtudes de autobiógrafo —nacidas a medias de su egocentrismo y de la riqueza de fuentes de su intimidad intelectual y científica— está la desacomplejada asunción de la naturaleza entreverada y a menudo chocante de la experiencia ética, emocional, política, erótica o literaria. Es verdad que a veces hay que zamparse subidones interestelares —“el ser es todavía un velo que debe quitarse si se quiere vislumbrar el abismo de lo divino”— y a ratos también transigir (o saltarse) entradas enciclopédicas flagrantemente fuera de lugar. Pero algunas son estupendas, como la que dedica a Wittgenstein, como lo son las meditaciones recelosas sobre el monumental lío vital de su hermano Raimundo, sacerdote católico ex del Opus Dei que oficia y a la vez oculta a su mujer y a su hijo, o el arrebato casi aforístico para captar a algunos escritores, como a Félix de Azúa y su “nihilismo de la queja, una especie de sentimiento de decepción ontológica, como si fuésemos las víctimas de un contrato no cumplido”. No sé si es verdad, pero es tentadoramente aprovechable. Las notas pertenecen al periodo 2000-2004.

Entre sus virtudes de autobiógrafo está la desacomplejada asunción de la naturaleza entreverada y a menudo chocante de la experiencia ética, emocional, política, erótica o literaria

El lastre en todo caso no hunde la nave porque la observación veraz, intuitiva e inteligente ofrece los aditivos adictivos del humor, la intriga, la revelación y hasta la cominería para hacer fresquísimas muchas de las páginas, a veces provocativamente delator de debilidades próximas a apellidos de grandísimo ringorrango. Nadie negará frescura ni transparencia a la voz tostada de Pániker, ni un sentido del humor de gama dulzona y casi nunca procaz, incluida la libertad de admirar a gentes tan dispares como Umbral y Carmen Posadas, encontrándoles sus respectivas gracias, mientras disfruta sin tasa del carrusel de casas espantosamente lujosas en los veranos de la alta burguesía catalana.

Pero del carrusel vuelve siempre porque es sobre todo un viajero inmóvil atado al papel y a la constancia inspectora de la vejez y de sus resistencias, a las pastillas y los estimulantes, a la química y a la física feliz de relaciones eróticas impensadas y muy bien contadas, a veces simultáneas, a veces sucesivas. ¿Importa algo todo esto? La pregunta es idiota: importa si la voz que cuenta lo hace desde la consistencia de una madurez expresiva y emocional apta para recrear con verdad y belleza (incluso con verdad y crudeza) la experiencia de la decrepitud cuando todavía no es abismal ni paralizante, sino una compañera estable y pesada, levemente cargante y a la vez incapaz de detener la fiesta de un hombre fundamentalmente feliz, equilibrado y hedonista, escéptico y creyente, vital y sosegado: “He aquí un punto interesante. Ha disminuido mi antigua sensación de ser un impostor. Hay ya poca fisura entre lo que digo, lo que hago, lo que pienso y lo que siento”. Lleva índice de nombres.

Diario del anciano averiado. Salvador Pániker. Literatura Random House. Barcelona, 2016. 436 páginas. 19,90 euros

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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