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En busca del arte total

Creadora impredecible, pionera en la producción de un videoarte Joan Jonas expone en estos días en la Fundación Botín de Santander

Estrella de Diego
Consthanzo

De repente la mano infantil pinta una letra. Sí, la pinta más que la escribe, pues los primeros alfabetos tienen algo de dibujo, formas que se van desarrollando torpes, bellas, inesperadas. La caligrafía misma, ejercicio de precisión, es un juego de pericia en el trazo. Quizás por eso los niños deberían aprender a dibujar al tiempo que aprenden a escribir y a leer.

Esta es una de las reflexiones de Joan Jonas, creadora impredecible, pionera en la producción de un videoarte inquisitivo y poético, y de un tipo de performance sofisticada en su elaboración. La artista neoyorquina expone en estos días en la Fundación Botín de Santander. Caudal o río, vuelo o ruta es el nombre de la instalación multimedia que ha elaborado para esta muestra y en la que profundiza, una vez más, en una de sus recurrentes preocupaciones: la relación del ser humano con la naturaleza. El trabajo, inédito, permanecerá en tierras cántabras hasta el próximo 16 de octubre.

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La reflexión de la artista estadounidense sobre la espontaneidad del dibujo infantil proviene de una de las infinitas entrevistas que se publicaron con motivo de su participación en el pabellón norteamericano de la Bienal. Su presencia en Venecia dio lugar a una reacción casi paradójica: para muchos se trataba de la deuda con una de las artistas más sólidas del panorama internacional; para los menos, se leía como un descubrimiento mediático, a pesar de ser una artista de culto que, con casi 80 años, llevaba décadas revisando el mundo y las maneras de contarlo.

El mayor mérito de esta creadora rigurosa y compleja, nacida en Nueva York en 1936, ha sido cierta búsqueda de un arte total, donde cada pieza encaja con el resto de forma implacable. El uso del vídeo, la instalación, el dibujo, los objetos encontrados y, sobre todo, la incorporación de lo escénico con una profesionalidad no tan frecuente entre los artistas conceptuales de la década 1970 convierte su trabajo discreto, a ratos casi velado, en un producto sin fisuras.

Su obra es un ‘tour de force’ para los historiadores,
pues en cada pliegue hay una llamada de atención

En él lo lírico —lo espiritual se diría— convive con cierta exactitud que deriva de su formación en la danza y el teatro.

No en vano, en un momento de su carrera Jonas decidió estudiar con las bailarinas y coreógrafas Trisha Brown e Yvonne Rainer, ambas muy próximas a Merce Cunningham, para quien la danza debía construirse en torno a la idea de progresión, lejos de las reglas encorsetadas del ballet clásico.

Quién sabe si esa búsqueda de la “obra de arte total” no recupera en Jonas parte de las experiencias en la Metropolitan Opera House de Nueva York, donde su madre la llevaba de niña. Allí vio las óperas wagnerianas y la producción de George Balanchine de La siesta del fauno. “Son cosas que pueden causarte una enorme impresión cuando eres joven”, comentaría años después. 

Se trataba de acontecimientos cotidianos en el Nueva York de finales de los 40 del siglo XX, muy refinado culturalmente, y que resultaron capitales para la trayectoria artística de la joven Jonas, quien recibió una educación progresista —no tan frecuente para la época—, en la cual se incluían los trabajos manuales y el dibujo, que la ha acompañado desde entonces.

Joan Jonas dibuja incansable en sus cuadernos, en el estudio, copiando insectos, pintando los retratos de su perro Xena —el perro tiene un papel de guía, repite—, que solía mirarla con esa mirada indescifrable. Pinta retratos para conocer mejor al modelo. Y pinta con palos, en un ritual privado (nadie sabe jamás lo que pasa de verdad en el estudio del artista: cuando un extraño llega todo adquiere disfraz de set). Y dibuja en escena, frente a los espectadores (ocurre en Reanimation de 2012). Entonces entra en otro mundo, en otro estado de ánimo diferente al del estudio, donde dibuja sin tregua porque las cosas nunca salen como debieran: hay que repetir, practicar como un pianista, hasta que las líneas se depuren.

Esa depuración, esa precisión, y sobre todo, ese pensamiento libre y cultivado es la base de sus performances, incluso de las primeras, más comprometidas con el feminismo de los setenta. Es el caso de Organic Honey (1972), obra en la cual Jonas explora las identidades femeninas entre vídeos, influencias del teatro Noh y mediante el uso de medios electrónicos.

Al final, el trabajo de Joan Jonas es un tour de force para los historiadores del arte, pues en cada pliegue hay una llamada de atención, un guiño velado… Conoce bien la historia del arte y no solo por esas visitas de la infancia al Met y al MoMA: en sus años de formación estudió también literatura —además de escultura— y su paso por la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston obedece a esa doble pasión.

Es tal vez ese conocimiento profundo de la historia del arte —unido a la espiritualidad presente en su obra, muy en la tradición norteamericana de Walt Whitman— la que le lleva a plantearse en 2005 la performance The Shape, The Scent, The Feel of Things. Su protagonista es el genial historiador Aby Warburg, quien a principio de la década de 1920 se interesó por los ritos de los nativos americanos Hopi y padeció serios trastornos mentales en los últimos años de vida.

El trabajo, que planteaba una de las grandes preguntas de Joan Jonas —la relación entre danza y ritual— era representado en el museo Dia Beacon ese mismo año y uno de sus curadores —José Luis Blondet— interpretaba soberbiamente al Warburg del hospital mental. En un momento de la performance, de pronto la acción se abría hacía el exterior y las reglas se rompían —“Si empieza por un paso…” — ante la mirada atónita, como en un rito mágico, de los espectadores.

Ahí estaba la mejor Jonas: impredecible, escabulléndose, imposible de atrapar. “Si no das conmigo al principio, no te desanimes. / Si no me encuentras en un lugar, busca en otro. / En algún sitio te estaré esperando”, escribía Walt Whitman.

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