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Luis Harss: “Yo no soy un libro, soy muchos otros”

Al pie de los Apalaches, en la costa Este norteamericana, el escritor chileno criado en Argentina, autor de 'Los nuestros', habla sobre el antisemitismo y el nacionalismo

El escritor Luis Harss.
El escritor Luis Harss.

Mercersburg es un enclave pintoresco al pie de los Apalaches, al norte de la línea imaginaria Mason-Dixon que aún separa el sur fundamentalista, cristiano y segregacionista de un norte presuntamente menos reaccionario. Mercersburg es una de esas joyitas por las que bien vale la pena desviarse del camino aunque más no sea para ver la cabaña de troncos en la que habría nacido James Buchanan, el presidente que precedió a Abraham Lincoln que también habría nacido en una cabaña de troncos. Mercersburg conserva la memoria de uno de los hombres más destacados de su historia, pero curiosamente también la privacidad de uno de los más destacados de la nuestra: Luis Harss, autor de Los nuestros.

Dice Harss que la idea del título no le complacía, en parte por reduccionista, en parte por el tufillo nacionalista que emanaba de aquella apropiación. Por otra parte, pareciera estar harto de que los demás se empeñen en querer hablar de un libro que no lo representa: “Yo no soy ese libro, soy muchos otros”, asegura. Por otros, Harss alude a las novelas que había escrito antes de tropezarse con Los nuestros y las que vinieron después. Todas relegadas largo tiempo a un segundo plano por aquel singular éxito de Los nuestros.

PREGUNTA. Los personajes de sus novelas parecieran habitar en memoria de un Buenos Aires distante, dantesco. Son personajes oscuros de un peronismo brutal. En algún momento dijo que había vivido una infancia de sonámbulo.

RESPUESTA. Yo era sonámbulo en serio. En una época estuve internado con otros diez o quince chicos en la casa de una señora inglesa. Había varias camas en el cuarto. Yo caminaba dormido, me despertaba en la cama de algún otro chico, por las patadas. Mientras caminaba veía animales. Me comían de la mano o me mordían el pelo. Cuando ponía la cabeza en la almohada me hablaba al oído una jirafa. Durante gran parte de mi infancia me parece que caminé así, sólo medio despierto. Iba con terror y una gran felicidad hacia plaza Italia.

P. Iba en dirección al zoológico.

R. Tenés razón. Había hecho la misma ruta muchas veces en tranvía “iluminado”, camino de la escuela. Yo iba amaneciendo. El tranvía olía a desinfectante y cables quemados, largaba relámpagos. En el zoológico todavía se oían roncar y bramar los animales nocturnos.

Su padre había sido Benjamin Cohen, subsecretario de las Naciones Unidas a cargo del Departamento de Prensa. “Cuando mi papá murió le hicieron el funeral en el gran mausoleo, templo y panteón de la Sociedad de Cultura Ética de Nueva York. Música de órgano, invocaciones a la verdad, la belleza, el amor. Una parodia de ceremonia religiosa pero con liturgia “humanista”. Me sentí incómodo y ridículo. Después el cuerpo lo llevamos en avión a Chile. Por lo menos terminó en la tierra y no en una especie de tierra de nadie como las Naciones Unidas. Poco después mi padrastro dinamarqués me adoptó”.

P. El antisemitismo es un tema que aparece en La patria madre como el alegato de un nacionalista recalcitrante. ¿Los argentinos son antisemitas?

R. Sin duda hay un antisemitismo automático y católico que está en el habla cotidiana de los argentinos. “No seas judío”, le decíamos a un chico en el colegio cuando no quería prestar una lapicera. Él contestaba: “Judío serás vos que no te la comprás”.

Cuando yo tenía cinco años vivíamos en La Paz, donde él era embajador chileno. Los empleados de la Embajada eran judíos refugiados. Se decía que los traficantes de gente los traían y los tiraban de los aviones. Eran verdaderos judíos, no como los que conocíamos. Los veíamos como extraterrestres. Creo que el antisemitismo en la Argentina es prejuicio social, esnobismo. Los judíos eran tenderos, gente de gueto. Pero a nadie le molestaría ver a su hija casada con un Rothschild o un Hirsch.

Quizá esa idea de haberse esforzado en ser un autor argentino tenga que ver con que sus primeras novelas, tanto The Blind como The Little Man, fueron en inglés. Por aquel entonces Harss iba en busca de una carrera literaria como escritor en Estados Unidos. En el trajín, y por casualidad, vino a tropezarse con un ensayo, un libro de entrevistas que acabó interponiéndose a sus pretensiones. Con el tiempo fui aprendiendo a pensar que lo que se espera de Harss es que nos cuente anécdotas de otros como si fuese un autómata, como él mismo reflexiona acerca de la actitud de Jorge Luis Borges en aquella remota entrevista para Los nuestros.

“Hay un antisemitismo automático y católico en el habla cotidiana de los argentinos. ‘No seas judío’, le decíamos a un niño”

“En un viaje a EE UU, nos perdimos en la bruma. El barco escoraba. Caminábamos torcidos y como en una irrealidad, un mar de fondo. Llegamos a Nueva Orleans. Me mandaban en tranvía todos los días a nadar en el YMCA. Era una pesadilla porque teníamos que nadar desnudos con los entrenadores peludos. Para no ir, yo caminaba por la vía hasta encontrar una moneda que, agregada al cambio que tenía para pagar el tranvía, me alcanzaba para entrar secretamente en un cine, donde me quedaba escondido toda la tarde, viendo varias veces la misma película. Iba y volvía dos o tres kilómetros a pie. Y sigo caminando cuando puedo. Es una especie de manía, caminar, un cine interior, un “soñar despierto”.

La casa de Harss en Mercersburg está poblada de resonancias y lémures. En la planta superior hay un cuarto matrimonial, el que fuera de su hija antes de casarse con un barítono operático y marcharse a Nueva York, y un tercero que le sirve de repositorio literario, de guarida cuya puerta de ingreso sirve de marco a la imagen muda en blanco y negro de Marcel Marceau. Adentro, un catre en el que no duerme, un escritorio abarrotado de libros y dos ventanas. El suyo, más plural e infinitamente lejano, es un mundo de tranvías y noches perdidas; una infancia remota, una madre parricida, un padre ausente y una nacionalidad que apesta. Sus otros libros estaban allí, en aquella guarida desde la que Harss observa las miserias del vecino con el mismo escaso pudor con el que revisita su infancia, el peronismo y las calles de Buenos Aires.

Los relatos de Luis Harss, en su mayoría, conllevan una evidente carga autobiográfica. Otro aspecto que distingue toda la obra de Harss es que pareciera estar centrada en un universo marginal, por momentos dantescos, que resulta difícil asociar con su carácter gentil y biosfera burguesa.

P. Alguna vez dijo que aquella otra novela suya, La otra Sara o la huida de Egipto, era una suerte de respuesta o alternativa con la que buscaba mostrar un error en los tiempos en los que se movía Rayuela. ¿Cuál fue ese otro intento?

R. En realidad era algo más sencillo. Yo pensaba: Rayuela es un vaivén personal, subjetivo. En vez, Sara, que también se mueve entre dos mundos, va a encarnar una situación histórica, real, de tanta gente que soñó con una vida nueva en Israel, sin dejar de ser lo que son en su país. Pensá en todos los argentinos que en cierta época se embarcaron hacia eso que Cortázar, con una metáfora que para él era más bien metafísica, llamaba “el kibutz del deseo”.

P. En algún momento habló del kirch­nerismo y su apropiación del lenguaje cortazariano, un resabio de sus lecturas que podría entenderse como una manera de perdurar a través del tiempo.

R. Lo decía medio en chiste, pero algo tiene de verdad. Acordate lo que decía Cortázar sobre el discurso revolucionario: que tenía que ser como el idioma espontáneo del humor, del juego, del amor, cotidiano, vernáculo, inventivo, transgresor y no como la retórica rimbombante de la política oficialista. Perón todavía era himno y bandera. Los militares de la última dictadura hablaban de “vosotros” y decían grandilocuencias. Hoy muchos comerciantes siguen diciendo “aguarde” y “pase por empaque” y “abone por caja”. Es el idioma porteño fascista y prepotente. En cambio los kirchneristas son cancheros. Ellos le hablan de “vos” en las reuniones a los empresarios, incorporan el lunfardo de tango y el lenguaje de Twitter, y cuando se engrandecen inventan palabras como “malvinización”. Es una caricatura de lo que imaginaba Cortázar. El kirchnerismo ha copado un sector de la psiquis argentina que es el discurso público, y lo están usando también, a veces popularizando conceptos pedantes como “Colón genocida” para reescribir la historia.

P. Hace más de cincuenta años que se fue de Argentina que tranquilamente pudo haber sido un lugar de paso. Sin embargo pareciera que a los argentinos nos cuesta volver o quedarnos definitivamente fuera.

R. Cortázar mismo sirve de ejemplo. Es la versión moderna del desterrado espiritualmente en América que sufre del “mal metafísico”, o “mal de Europa”, como lo llamaba Manuel Gálvez, pero que ya no puede arrancar raíces del todo y emigrar, sólo expatriarse (es decir, irse de la patria dejándose atrás). De todos modos, antes en la Argentina todos viajaban para encontrar su mitad perdida e incorporarla, reconocerla, ampliarse por dentro con ella. Viajaban para estar también afuera en ese otro lado. Se jugaban, un juego de vida. Ahora, pobrecitos, sólo viajan de compras a Miami.

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