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UNIVERSOS PARALELOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cézanne dulce y amargo

Mientras en Toledo se celebra con gloriosa pompa los 400 años de la muerte de El Greco, en el museo Thyssen Bornemisza se expone una amplia y notable muestra de la obra de Paul Cézanne. Parecerá, a primera vista, que una cosa y otra no tienen nada que ver, pero si en la tienda del Thyssen se ojea (previa compra) un libro de Eugenio d'Ors (Cézanne, Editorial Acantilado) de hace aproximadamente un siglo, se advertirán las relativas concordancias entre uno y otro. En primer lugar, la vista: tanto a El Greco como a Cézanne se les atribuyeron importantes males en la visión que les hacían pintar aberrando el motivo del cuadro. En segundo lugar, a ambos les vincula una exacerbada espiritualidad o, lo que es lo mismo, una inclemente pesquisa del alma invisible en lo inmediato. Y, finalmente o en tercer lugar, el calco de su laboriosidad y su personalidad esquiva.

Émile Zola que fue buen amigo de Cézanne y luego su malvado ejecutor en la novela La obra (1886), contribuyó en buena medida a acentuar la oscuridad del artista. Y aunque lo disfrazó en su ficción con el nombre de Claude Lantier, resultaba de hecho identificable para el círculo de los enterados.

Calvo Serraller, autor de un libro fundacional, La novela del artista, reeditado hace unos meses por el Fondo de Cultura Económica, destaca el fenómeno del artista, especialmente pintor, que a lo largo del XIX se alzó como héroe literario. Héroe para lo bueno y héroe para lo malo. Un superhombre capaz de crear al modo de los dioses y un pobre marginado, inadaptado o loco inclinado a destruirse. Cézanne murió en su casa de la Provenza debilitado por una pulmonía doble que no trató obstinado por seguir pintando sin descanso a la intemperie. Suicidio pasivo. Y ya dijo Calvo Serraller en uno de sus Extravíos que la causa de esta fatalidad “no es sólo la incomprensión social, sino la fiebre solitaria que consume al creador frente a la plenitud vacía que lo rodea”. Que lo rodea y, puede añadirse, que lo roe al punto de que Paul Cézanne, obsesionado por acercarse a sus tocayos Rubens y Veronés, llega a decir, a los 60 años: “Creo que he hecho algunos progresos; pero ¿por qué tan tarde y a costa de tantos esfuerzos?... ¿Será el arte, en efecto, un sacerdocio que exigiría hombres puros y que se le diesen por entero”.

Cézanne estudió tres años de derecho, ejerció de banquero, le suspendieron en el ingreso a la Escuela de Bellas Artes, le rechazaron en varios salones y, como los locos, insistió en el empeño. Tan concentrado, escondido y misántropo se comportaba que solo su hermana María y el marchante Vollard le ayudaron con el resultado de sus escasas ventas. Contra todo pronóstico, mantuvo el ánimo para pintar más de 500 cuadros y un innumerable conjunto de dibujos y bocetos. Anárquico primero pero aburguesado en su madurez provinciana, colérico contra los “empalagosos impresionistas” a cuyo grupo, no obstante, se incorporó durante un tiempo, es un caso heroico tan amargo como la fruta de sus hermosos bodegones. Pero también, esa retina (¿enferma?) que tintaba casi todo de azul le hacía volver a pintar una y otra vez, como un Sísifo, el dulce paisaje de Aix en Provence donde murió, a los 67 años, el 22 de octubre de hace 108 años.

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