Caballo grande, ande o no ande
Los problemas de la primera entrega se acentúan en la segunda

La primera vez que El hobbit —y, por extensión, el universo de J. R. R. Tolkien— llegó a la pantalla fue en 1966, de la mano del animador Gene Deitch, que había sido uno de los motores en la renovación del dibujo animado estadounidense emprendida por el estudio UPA. Con trazo sintético y una gran economía de movimientos, contrapunteada por el eficaz uso de sencillos efectos ópticos, la película de Deitch resumía el espíritu —y la trama— de la obra de Tolkien en tan solo 12 minutos, con el poder evocador de la gran ilustración de libro infantil, en una clave algo menos poética y enigmática que la de los dibujos realizados por el propio escritor en las primeras ediciones de ese clásico germinal. Que el mismo libro esté dando lugar, en las manos de Peter Jackson, a tres megablockbusters de cerca de tres horas de metraje cada uno —ampliables en las versiones extendidas de los soportes domésticos— parece, de entrada, una broma de mal gusto. También es un caso de estudio: ejemplo sintomático de un cine de consumo gratuitamente supersize, el complemento ideal para deglutir las palomitas directamente en barreños que se le hubieran indigestado a un vikingo.
EL HOBBIT: LA DESOLACIÓN DE SMAUG
Dirección: Peter Jackson.
Intérpretes: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage.
Género: fantasía. Estados Unidos, 2013.
Duración: 161 minutos.
Los problemas de la primera entrega se acentúan en la segunda y hacen temer lo peor para una tercera que tendrá que inflamar toda su paja —y toda nota a pie de página— para alcanzar el metraje preceptivo. El hobbit: la desolación de Smaug no es una ilustración al pie de la letra del original: es su porcelana Lladró. O su traducción a ilustración aerografiada para amantes del souvenir élfico y la bisutería fantasy. Peter Jackson, un cineasta que forjó su identidad en el exceso —un exceso que, en su King Kong (2005), aún encontraba espacio para el puntual hallazgo poético—, no es el único culpable del asunto: también lo es la dictadura de una comunidad de fans dispuesta a velar por una dogmática literalidad que niega toda posibilidad de nueva (e imaginativa) lectura de las fuentes.
Tres secuencias clave —el enfrentamiento con las arañas, la huida en toneles de la fortaleza élfica y el combate con el dragón— articulan el conjunto, pero todas ellas parecen funcionar con la mecánica desesperante del tutorial de un videojuego o de la animática para una futura atracción de parque temático. El cineasta que fue Peter Jackson pervive en los detalles —la música de las telas de araña, las monedas que llueven del vientre del dragón—, pero el neozelandés no parece dispuesto a perder tiempo en darles entidad como elemento expresivo.
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