El museo de la frontera
Cerca de Minsk, capital bielorrusa, se halla el pueblo de contrabandistas que inspiró ‘El enamorado de la Osa Mayor’ Félix Yanushkévich guarda su memoria
En el origen de mi relación con el museo de Félix Yanushkévich de Rakau está la fascinación por la frontera. Situado a 43 kilómetros al oeste de Minsk, la capital de Bielorrusia, este pueblecito de cerca de 2.000 habitantes fue una localidad fronteriza en territorio polaco de 1921 a 1939, es decir desde el fin de la guerra polaco-soviética hasta el reparto de Polonia entre la Alemania nazi y la URSS.
Rakau es uno de los escenarios de El enamorado de la Osa Mayor, la novela de aventuras de Sergiusz Piasecki sobre los contrabandistas que, guiados por las estrellas y arriesgando la vida, burlaban a los guardafronteras soviéticos para transportar joyas, pieles, alcohol y manufacturas de un lado a otro de los lindes existentes durante casi dos décadas.
El Dorado de los contrabandistas, con sus casitas de madera pintadas de colores, sus huertos y sus iglesias (una católica y otra ortodoxa), es un entorno acogedor para excursionistas y veraneantes. Pero tras su apariencia bucólica flotan las tragedias vividas por Europa en el siglo XX.
En 1939, cuando Moscú y Berlín ejecutaron el pacto Mólotov-Ribentropp, Rakau quedó en territorio soviético, pero en 1941, tras la invasión alemana, pasó a los dominios del Reich, hasta la llegada del Ejército Rojo en 1944 y el nuevo deslizamiento de la frontera hacia Occidente en 1945. Cada alteración en el mapa geopolítico de Europa Central se reflejó en las vidas de los habitantes de Rakau.
El museo del polifacético Félix Yanushkévich recoge la historia local por medio de los objetos que le han ido facilitando sus vecinos, desde aperos de labranza a libros de rezos en yídish, pasando por carteles de propaganda nazi, cascos de guerra y abecedarios con versos dedicados a Stalin.
Yanushkévich, un reconocido pintor, cree que Rakau es el “centro de la civilización europea” por los artefactos de distintas épocas que se han acumulado aquí. El museo ha ido creciendo a partir de la casa que el padre del artista compró para albergar a una prole de siete hijos. En el domicilio familiar, Félix fundó este museo, donde además cuelga sus propios lienzos.
El lugar es más bien un “ambiente”, e incluso un teatro, cuyo principal personaje es el mismo Yanushkévich. Sus relatos, cargados de sabiduría y sentido del humor, dan vida a los objetos, esparcidos por doquier sin explicaciones que los identifiquen.
En el museo de Yanushkévich están los papeles de la familia Shkel, entre ellos el permiso (en ruso) para poseer un revólver concedido por la Administración zarista al abuelo Iván en 1908. Está también el pasaporte de un caballo, expedido (en polaco) en los años veinte. La historia del caballo sigue en un documento sin fecha por el que un comisario soviético certifica (en ruso) la expropiación del animal y concluye con un recibo mecanografiado (en alemán) de su compra por los ocupantes nazis en 1941.
A reflexionar sobre los caprichos del destino invitan los papeles de un joven rechazado en una academia militar polaca en 1937. Félix Yanushkévich opina que la discriminación de la que fue objeto su paisano de origen ortodoxo en la católica Polonia tal vez le salvó de la trágica suerte de los oficiales fusilados por los servicios de seguridad de la URSS (el NKVD) en Katyn.
A juzgar por las facturas de compra de carne a la población local, emitidas por los alemanes, “todos podrían ser considerados como colaboracionistas”, dice Félix hojeando los papeles amarillos. Tiene el artista un ejemplar de la primera edición de El enamorado de la Osa Mayor publicado en 1937. El libro, un gran éxito en la Polonia de entreguerras, estuvo prohibido en la URSS por ser antisoviético y se ha publicado solo recientemente en bielorruso.
La leyenda de los contrabandistas pone al pueblo en el mapa de la historia. “Los alemanes sabían que los bolcheviques hacían contrabando de oro a través de Rakau”, dice. Los relatos de Félix, cualquiera que sea su grado de fantasía, discurren al margen de la historia oficial en Bielorrusia, que, según el profesor Igor Kuznetsov, de la Universidad de Minsk, mantiene los estereotipos soviéticos.
En los territorios unidos a Bielorrusia en 1939, la Unión Soviética realizó cuatro deportaciones antes de que llegaran los alemanes en junio de 1941. En total, enviadas al Gulag fueron 180.000 personas, explica Kuznetsov. Después, los alemanes exterminaron a la población judía y, tras la guerra, los soviéticos desposeyeron a quienes no habían sufrido la colectivización anteriormente. En el país dirigido por Alexandr Lukashenko, la historia oficial denuncia los crímenes alemanes, convierte en héroes a los partisanos y calla la represión comunista y los fusilamientos organizados por el NKVD, a pesar de que en los alrededores de Minsk hay ocho fosas colectivas, explica Kuznetsov.
Los habitantes de Rakau recibieron con los brazos abiertos a los alemanes cuando estaban preparando para ser deportados a Siberia y Asia Central, dice Yanushkévich. Pero los nazis comenzaron muy pronto a exterminar a la numerosa comunidad judía local. En un lugar algo apartado, al final de un sendero entre vallas en la calle Krasnoarmeiska, hay un obelisco dedicado a las 950 personas, sobre todo mujeres y niños, que fueron quemados vivos el 4 de febrero de 1942 en este lugar, donde estaba una de las tres sinagogas del pueblo (todas ellas desaparecidas).
En el bosque, a pocos kilómetros de Rakau, fueron fusilados unos 200 hombres, dice Félix, que asegura haber encontrado balas francesas producidas en 1939 en el lugar (no señalizado) del crimen.
Tras las matanzas y los éxodos, siguieron las emigraciones y las venganzas de posguerra. Los 6.000 habitantes del pueblo se habían reducido a 500. De la comunidad judía queda la cubertería, la vajilla y la cristalería que el boticario Yosef Krasnoselski embaló con pulcritud en tres toneles antes de que lo mataran, y también el viejo cementerio abandonado, con sus estrellas de David grabadas en lápidas rodeadas de maleza.
Babelia
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