Roberto Segre, un maestro de la crítica arquitectónica
Era uno de los observadores más agudos y documentados de la arquitectura latinoamericana
En España los arquitectos de mi generación descubrimos a Roberto Segre cuando empezábamos a estudiar la carrera en el primer lustro de los años sesenta gracias a un número íntegramente dedicado a Cuba de los Cuadernos Suma de Nueva Visión. En algún momento, tras muchos años de una gran amistad que se inició en la primavera de 1977 —cuando un grupo de arquitectos españoles organizamos un viaje profesional a Cuba— me confesó que todo su contenido había estado coordinado, gestionado y recopilado por él. El pasado 10 de marzo, a los 79 años, murió arrollado por un motorista en Niterói (Brasil), donde vivía desde 1994, cerca de una de las obras más importantes de Niemeyer.
En algunas notas de las publicadas con motivo de su desaparición he leído que salió de Cuba —donde vivió, fundó y creció su familia desde el año 1963— por desavenencias o desencuentros con el régimen de Castro. Me cuesta creer que eso sea cierto. Segre continuaba manteniendo muy viva, nutriéndola continuamente, su relación con la sociedad cubana —la de dentro y la de fuera— difundiendo por todo el globo, en libros, artículos y conferencias, de un modo obligadamente crítico, como corresponde a un historiador que de verdad lo sea, el proceso del panorama edificado de la Revolución Cubana. Su condición de europeo por nacimiento y por formación heredada, su identificación con la cultura del Nuevo Mundo, con la que alimentó las plurales y numerosas pesquisas sobre las obras de los profesionales iberoamericanos y sobre todo por su enfoque distendido para aproximarse al lado socio-político de la ciudad y la arquitectura, hicieron de la suya la voz más autorizada de toda América Latina para quien quiera saber qué pasó, qué pasa y qué podrá pasar por allí en este campo de la cultura.
Gracias a él, puedo guardar recuerdos de personajes imborrables de categoría humana y magnitud profesional inconmensurables como lo fueron Fernando Salinas, Oscar Niemeyer, Marina Waisman o Alberto Sartoris. Muchos más, de los que frecuente y documentadamente me habló, fueron sus interlocutores, compañeros en debates, colegas, y sin embargo amigos.
No puedo reprimir el impulso de subrayar, como rasgo de identidad y de ágil inteligencia, su capacidad —su maestría— en una oratoria impregnada de las dotes de actor, de showman con las que conseguía, además de retener la atención de cualquier auditorio por nutrido que fuese, envolver su erudición, su conocimiento de la obra vista y experimentada en propia carne y su deslumbrante memoria de hechos, fechas y nombres. Escribía rabiosamente bien y a la velocidad del rayo. Osadamente pude comprobarlo, al componer, al alimón con él, un texto para la Revista de Occidente gracias a la herramienta del correo electrónico —nueva entonces— que Segre utilizó sistemáticamente desde su aparición.
La cultura arquitectónica y urbana de América Latina, a pesar de la prolija lista de reconocimientos que recibió —entre ellos la de doctor honoris causa en 2007 por el Instituto Politécnico de La Habana— mantendrá, sin amortización posible, una deuda con este hombre universal, en cuya compañía tuve el privilegio de viajar por casi todas aquellas tierras, compartiendo la pasión por ellas.
Antonio Vélez Catrain es arquitecto.
Babelia
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