Monstruos de uniforme
"Te sorprendía macabramente en Camboya ver a demasiada gente a la que le faltaba una pierna, un brazo o más órganos"
Te sorprendía macabramente en Camboya ver a demasiada gente a la que le faltaba una pierna, un brazo o más órganos. Esa corte de tullidos no respondía a lamentables accidentes de la naturaleza, sino a que los antiguos verdugos, que se cargaron a la cuarta parte de la población, hicieron una despedida a su altura moral, sembrando de minas el devastado país. También conocí a un señor, guía de profesión aunque su utilización del idioma español fuera entre exótica y cómica, que reía permanentemente. Era una risa espasmódica, nerviosa, un tic defensivo. Resultaba transparente que a ese tipo zumbado, entrañable y gesticulante hasta el delirio le habían ocurrido cosas en el pasado que dejan imborrable y feroz trauma, que era un superviviente del infierno. El último día habló sin dramatismo, con voz helada, con memoria fiel y tenebrosa, de lo que había visto y sufrido. Los jemeres rojos, discípulos aventajados de las salvajes teorías de Mao, habían exterminado a 43 personas de su extensa familia, incluida su mujer y sus hijos. El pretexto infalible para deducir que alguien podía ser un intelectual, el más odiado de los antirrevolucionarios, era que llevara gafas, algo inmediatamente merecedor del tiro en la nuca. Él consiguió escapar, sobrevivió como una rata, podía contarlo. Aquel hombre consecuentemente alucinado no mentía. Era la primera vez que yo escuchaba cara a cara el testimonio de alguien que había padecido un horror colectivo tan grande que resulta inimaginable.
Pienso en esa persona al ver el careto impasible de una pulcra, disciplinada, religiosa y anciana bestia llamada Videla escuchando su condena por robar los bebés de gente a la que torturaba y después lanzaba vivos al mar desde los aviones. Los 50 años de cárcel que le han caído no son reales, solo justicia poética. Imagino que morirá en su camita el antiguo salvador de la patria. Como casi todos los símbolos más poderosos de la infamia.
Y qué suerte no estar en la piel y en el corazón de los que fueron niños robados. Descubrir que esos padres que seguramente les trataron con amor y mimo, que tal vez hayan tenido con ellos una actitud ejemplar durante toda su vida, a los que respetan y quieren, sabían que estaban robando sus hijos a mujeres y hombres que iban a ser asesinados. Qué desgarro, qué dilema tan complejo, tan atroz.
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