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Fernando Fernán-Gómez y el teatro: un largo desencuentro

Para nuestra desgracia, Fernán-Gómez se hartó demasiado pronto del teatro. La repetición diaria, al parecer, se le hacía insoportable, y el público le ponía cada vez más nervioso. No creo que olvide nunca su última función. Julio de 1992, Poliorama. Recital de otoño, aquella maravilla en la que pasaba de su desternillante lectura de los anuncios por palabras del Abc a la desolación de La infanticida Maria Farrar, de Brecht. Se cansó del teatro unos meses antes, durante una representación, sobrecargada de gritos escolares, de El alcalde de Zalamea.

Cuando rompió la varita dijo: "Me faltaron fuerzas y entusiasmo para hacer lo que había soñado: los grandes títulos del repertorio universal". Tuvo a los mejores maestros. Antes de la guerra, a doña Carmen Seco, su profesora de declamación en la Escuela de Actores de la CNT, y al gran actor Gaspar Campos; después, a Manuel González ("el mejor director de actores", escribió, "que ha habido en España"), que luego, como actor, formó la célebre compañía de los Cuatro Ases. Jardiel, es sabido, fue su primer valedor: en 1949 le repartió (casi podria decirse que "le escribió") el personaje de Peter el Pelirrojo de Los ladrones somos gente honrada. Yo creo que Fernán-Gómez sólo fue feliz, teatralmente hablando, en esa época, y, en los primeros cincuenta, montando representaciones únicas con el Grupo de Cámara del Instituto de Cultura Italiano.

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En los primeros sesenta, sus mayores éxitos fueron Mi querido embustero, en la que Jerome Kilty recogió la suculenta correspondencia entre Bernard Shaw y la señora Campbell, que giró por toda España con Conchita Montes y, en el pequeñísimo Recoletos, La sonata a Kreutzer, de Tolstoi. Le funcionaron moderadamente algunas comedias (La vida en un bloc, de Carlos Llopis, El caso del señor vestido de violeta, de Mihura, y Con derecho a fantasma - el Questi fantasmi, de De Filippo), pero se arruinó como director y empresario con El pensamiento, de Andreiev, y Los lunáticos (The Changeling), de Middleton y Mowray, en el Marquina. Quizás por eso, y porque le gustaba vivir bien y siempre le divirtieron las piezas descaradamente frívolas, alternaría luego Un enemigo del pueblo - su incontestable triunfo en los setenta, junto con el Espectáculo Brecht en el Bellas Artes - con La vil seducción, Mayores con reparos y Gravemente peligrosa, de Alonso Millán, o Vodevil, de André Roussin, para escándalo de los puristas. Por esa época quiso montar una temporada nada menos que con Macbeth, Tio Vania, La muerte de Dantón y El alcalde de Zalamea, pero no encontró productor que asumiera el riesgo. Tampoco funcionaron sus propias obras, ni la ambiciosa La coartada (1977), ambientada en la Florencia de los Médici, ni aquella curiosa mezcla de Jardiel y Pinter que fue Los domingos, bacanal (1980), malestrenada en pleno verano en el Maravillas. También hay que recordar que la extraordinaria y celebradísima Las bicicletas son para el verano, hoy considerada como una de las joyas de nuestro teatro, gana el Lope de Vega en el 77 pero no se estrena hasta el 82: pese a la sensacional acogida de público y crítica, dura una semana en el Centro Cultural y apenas mes y medio, por imperativos de programación, en el Español.

El premio, sin embargo, le estimuló a seguir escribiendo y estrenando. En los ochenta reinventa dos leyendas populares, Del rey Ordás y su infamia (1983), que se ve en el teatro Progreso, y Ojos del bosque (1986), sobre el mito de la doncella guerrera, estrenada en la plaza de la Almudena, en los Veranos de la Villa. Desengañado, se dedicó a las adaptaciones - El Pícaro, El Lazarillo, Tartufo - y alternó el cine con la escritura de novelas y, como no, de su formidable autobiografía, El tiempo amarillo.

En el nuevo siglo vieron la luz dos aproximaciones cervantinas: Defensa de Sancho Panza (2002, Corral de Comedias de Almagro) y Morir cuerdo y vivir loco (2004, en el María Guerrero). Permanece inestrenada, que yo sepa, Los invasores de palacio, compuesta en el 2000.

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