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La incógnita de China: el mayor emisor de CO₂ del planeta y el mayor inversor en energías limpias

El presidente Xi Jinping, que reafirmó el compromiso de Pekín con el medio ambiente en el XX Congreso del Partido Comunista de octubre, se reúne el lunes con Joe Biden

China
Un bañista junto al cauce parcialmente seco del río Yangtsé a su paso por la ciudad de Chongching, en el centro de China, en una imagen del pasado mes de agosto. El río se vio afectado por la sequía que asoló el país este verano.Mark Schiefelbein (AP)
Guillermo Abril

China, con su enorme tamaño, sus 1.400 millones de habitantes y su auge vertiginoso en las últimas décadas, representa la gran paradoja del clima en el siglo XXI: es el mayor emisor de CO₂ del planeta (en términos absolutos, no per cápita), un país responsable de casi un tercio de las emisiones de la Tierra, y a la vez se ha convertido en los últimos años en el mayor productor, consumidor y exportador de coches eléctricos; quema cerca del 50% del carbón del planeta, sus minas batieron registros de extracción en 2021 y en ellas aún mueren cerca de medio millar de trabajadores al año, pero al mismo tiempo es el mayor inversor en energías limpias con una apuesta verde que alcanzó el año pasado los 380.000 millones de dólares (una cantidad casi equivalente en euros), seguida de la Unión Europea (260.000 millones de dólares) y de Estados Unidos (215.000 millones), según la Agencia Internacional de la Energía.

Las dos caras confluyen cada día en sus megaurbes, donde una masa de motos eléctricas avanza como una colonia de hormigas por sus arterias mientras una nube grisácea de contaminación envuelve los edificios y regresa el aire nocivo de forma demasiado frecuente. El país resume la ambivalencia de la industrialización: es la gran fábrica del mundo y a la vez —o precisamente por ello— el lugar donde arranca la larga huella de carbono que preocupa en las sociedades avanzadas de consumo, donde terminan muchos de sus productos.

La delegación china aterrizó este año en la cumbre del clima de Sharm el Sheij, en Egipto, cubierta por la sombra de las tensiones geopolíticas con Estados Unidos, y con las conversaciones climáticas entre ambas potencias en suspenso. Pero también con una carpeta de buenas noticias bajo el brazo: en 2022 se prevé que las emisiones de CO₂ del país caigan un 0,9%, según un informe de Global Carbon Project. El dato es en realidad un bache circunstancial relacionado con la estricta política de cero covid — que provoca continuos cierres y constriñe la actividad— y con el frenazo del sector de la construcción. “La mayor contribución a la disminución total de las emisiones procede de la caída de las emisiones de cemento resultante de la importante desaceleración de la promoción inmobiliaria”, asegura el informe.

No obstante, Dimitri de Boer, responsable para Asia de la organización Client Earth, cree que hay motivos para el optimismo. El informe presentado en octubre por el presidente Xi Jinping durante el discurso inaugural del XX Congreso del Partido Comunista, en el que revalidó su liderazgo por un tercer mandato sin precedentes, confirma que el medio ambiente sigue siendo una prioridad absoluta para Pekín, cuenta De Boer poco antes de marchar a Egipto desde la capital china, donde reside desde hace años (lideró el programa de gobernanza medioambiental UE-China). Este analista destaca que dos exministros de medio ambiente han sido ascendidos durante el cónclave comunista al Politburó, el órgano de 24 miembros que conforma el segundo escalafón de la pirámide de poder.

China cuenta con ambiciosos calendarios de reducción de gases de efecto invernadero. El objetivo fijado por los líderes del partido implica tocar techo de emisiones de CO₂ a finales de esta década y alcanzar la neutralidad climática (llegar a emitir solo lo que pueda ser absorbido con bosques y otros sumideros) en 2060. A la vez, el país cuenta con objetivos obligatorios de reducción de la intensidad de las emisiones en relación al PIB y de descenso en el consumo de energía también por PIB. Eso implica que se viven situaciones bipolares: el país invierte en tecnologías de generación limpia mientras levanta nuevas plantas intensivas en carbón (el combustible fósil más contaminante) para garantizar la seguridad energética y no poner en jaque la actividad industrial, que requiere de una complejísima reconversión.

El plan chino, explica De Boer, pretende construir lo nuevo primero para desmantelar lo viejo después. “Como persona ecologista, no quiero que se levanten nuevas centrales eléctricas de carbón”, sopesa. Pero a la vez, añade, esto supone sustituir una vieja planta por otra más eficiente. “Así que lo que me interesa es el gran dibujo”, añade de forma pragmática. “¿Significa esto que China va a emitir más emisiones de carbono o que no?”. Él tiene bastante confianza en lo segundo porque el país ha fijado objetivos de emisiones para 2025 “y se están haciendo grandes esfuerzos para alcanzarlos”.

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De Boer suena optimista quizá porque asegura haber vivido la transformación de la conciencia medioambiental del país. Ha habido lo que denomina un “gran despertar” en los últimos 10 años, sobre todo entre quienes han podido viajar al extranjero. No es tanto una reflexión al estilo de Greta Thunberg, que gira en torno a la idea del calentamiento antropogénico hasta convertir la vida en un infierno en la Tierra. “El cambio climático no es algo que comprendan del todo”, señala. “Pero no les gusta la contaminación del aire. Quieren asegurarse de que su comida es segura, de que el agua es segura”.

El río Liangma, que atraviesa la capital china, era hasta hace poco una cloaca de aguas pútridas a la que los pekineses daban la espalda. Su curso contaminado trazaba un buen resumen del precio a pagar a cambio de décadas de hipercrecimiento. China se estaba convirtiendo en la segunda potencia económica del planeta, pero con un enorme coste en términos ambientales. Hoy el Liangma se ha transformado en un parque fluvial surcado de paseantes que deambulan por su orilla punteada de sauces y toman una copa al atardecer junto al cauce saneado y ribeteado por algunos centros comerciales y hoteles de lujo. De noche, el río se vuelve una burbuja kitsch de rayos láser y música electrónica por la que se deslizan ferris con turistas locales.

Un grupo de personas, este julio junto al río Liangma, en Pekín.
Un grupo de personas, este julio junto al río Liangma, en Pekín.Kevin Frayer (Getty Images)

Su recuperación, impulsada en la última década, es quizá el mejor ejemplo de cómo el Gobierno afronta los retos ambientales: no tanto como una lucha contra el cambio climático sino como un modo de reequilibrar el paraíso arrasado en su carrera hacia lo alto; con un toque de diseño algo hortera y siempre siguiendo los principios del líder, el oficialmente denominado “Pensamiento de Xi Jinping sobre la civilización ecológica”, un compendio de ideas que incluso han sido recopiladas en un libro que difunden los órganos de propaganda.

En palabras de Xi: “Hemos actuado con la idea de que las aguas límpidas y las montañas exuberantes son activos de valor incalculable”, proclamó durante el discurso inaugural del Congreso comunista. “La humanidad y la naturaleza forman una comunidad de vida. Si extraemos de la naturaleza sin límites o le causamos daños, nos enfrentaremos a sus represalias”.

El informe presentado por Xi durante el cónclave dedica un capítulo entero al “desarrollo ecológico” y la promoción de la “armonía entre la humanidad y la naturaleza”. El objetivo final es convertirse en una “hermosa China”, condición necesaria para alcanzar el estatus de “gran país socialista moderno”, el ideal al que aspira para mediados del siglo XXI. Ese tránsito, señala, implica la conservación y mejora del entorno natural, la reestructuración industrial, el freno a la contaminación y la respuesta climática. “Promoveremos esfuerzos concertados para reducir las emisiones de carbono” con un “desarrollo verde” que impulse el “crecimiento económico”.

En 2021, las emisiones de CO₂ por unidad de PIB se redujeron un 34,4% en comparación con 2012, y la proporción de carbón en el consumo de energía primaria bajó del 68,5% al 56%, según cifras difundidas en octubre por Zhai Qing, viceministro de Ecología y Medio Ambiente. En la última década, añadió, China ha crecido a un ritmo medio del 6,6%, mientras que el consumo medio de energía lo ha hecho al 3%; el valor medio anual de las partículas finas (PM2,5) en grandes ciudades se redujo de 46 microgramos por metro cúbico en 2015 a 30 microgramos por metro cúbico en 2021, la proporción de días con buena calidad de aire ha alcanzado el 87,5%, el porcentaje de aguas superficiales con calidad “excelente” es del 84,9% (“cerca del nivel de los países desarrollados”) y, siempre según Zhai, “el riesgo de contaminación del suelo se ha controlado básicamente en todo el país”. En todo esto, aseguró varias veces, ha jugado un rol clave la “orientación del Pensamiento de Xi Jinping sobre la Civilización Ecológica”.

La batalla contra la contaminación es uno de los pocos aspectos positivos tras una década de xiísmo, concede Bruce Dickson, profesor de ciencias políticas y asuntos internacionales en la Universidad George Washington y autor de The Party and the People (El partido y el pueblo, Princeton University Press, 2021). Este analista, que por lo demás se muestra muy crítico con la creciente concentración de poder del mandatario, explica que Xi, incluso antes de ser nombrado secretario general en 2012, ya defendía como prioridad la búsqueda de “un medio ambiente limpio”, asegura Dickson en un encuentro en línea con corresponsales.

El patrón lo ha replicado el líder chino a nivel nacional. “En el futuro, esto supondrá una mayor inversión en energías renovables, probablemente en energía nuclear [y] una menor dependencia de los combustibles fósiles, especialmente del carbón”, prosigue. Aunque sigue habiendo retos pendientes, añade, avivados por la reciente ruptura de las conversaciones climáticas con Estados Unidos, decretada por Pekín en agosto tras la visita de Nancy Pelosi a Taiwán: un cañonazo político que hizo saltar por los aires unos de los pocos puentes que quedaban en la convulsa escena geopolítica.

El abismo con Washington es una de las sombras que sobrevuelan la cumbre del clima. En Pekín se respira poco optimismo: casi ningún analista cree que vaya a haber un deshielo entre las dos superpotencias en Egipto, aunque podrían limarse asperezas en el encuentro entre Xi y el presidente estadounidense, Joe Biden, previsto para el lunes durante el G20 de Bali (Indonesia). Un reciente editorial del Diario del Pueblo, el periódico oficial del partido comunista, daba la reconciliación en Egipto casi por perdida: para ello, decía, Washington debería abordar “adecuadamente su anterior mala conducta contra China”, un escenario poco probable.

El artículo, de tono duro, acusaba a Estados Unidos de ser un socio climático “no fiable”, lo calificaba como el “mayor emisor histórico” y lo señalaba —citando un artículo científico recogido por The Guardian— por haber causado daños a otros países, en su mayoría pobres, a través de olas de calor, pérdidas de cosechas y desastres similares, provocando pérdidas mundiales de 1,91 billones de dólares desde 1990.

“Sería bueno que los mayores emisores del planeta sigan trabajando juntos y reanuden el diálogo climático”, concluye De Boer, de Climate Earth. Ambos podrían seguir sendas separadas de reducción, y seguiría beneficiándose todo el mundo. Pero la cooperación funciona también como un símbolo para el resto. “Es importante para infundir confianza”.

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Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

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