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La explosión ciclista desborda Nueva York

Hay solo 56.000 plazas para aparcar los 1,6 millones de bicicletas de la ciudad, que dispone de 2.200 kilómetros de carriles

María Antonia Sánchez-Vallejo
Ciclistas montan en bicicleta en Central Park, en New York.
Ciclistas montan en bicicleta en Central Park, en New York.Noam Galai (getty)

“Estas bicis abandonadas no se han movido de aquí desde al menos 2006. ¿Cuánto tarda una bici en desintegrarse?”. El cartel cuelga del sillín de un cuadro con una rueda floja y una cesta que acumula trastos, en la calle 15 de Nueva York, por cortesía de algún vecino con conciencia ambiental, o harto de ver esa reliquia atravesada en una acera exigua, lo cual dice muy poco, por cierto, del servicio de recogida de enseres de la vía pública, pero ese es otro tema... En la cápsula del tiempo que en el futuro desvelará cómo era la Gran Manzana, habrá sin duda una bicicleta mal aparcada. Porque el vastísimo parque de la ciudad, con 1,6 millones de aparatos, sólo dispone de 56.000 plazas de parqueo. Cifras colosales que no incluyen las relativas a Citi Bike, el servicio de alquiler de la ciudad, con 38.000 plazas en un millar largo de estaciones.

La pandemia ha espoleado el uso de la bici como medio de transporte seguro, en una ciudad bastante plana y con 2.200 kilómetros de carriles, pero el boom ciclista viene de lejos. De los noventa, cuando la ciudad diseñó el primer programa para incentivar su uso, ampliado cada año con la adición de nuevos carriles. Solo en 2018 se incorporaron 35 kilómetros; en el último lustro, 530, algunos de uso único. El 24% de los neoyorquinos adultos pedalea periódicamente; de ellos, casi 800.000 lo hacen regularmente, según un estudio del Ayuntamiento de 2019. En un día normal de 2017, se produjeron 490.000 viajes sobre dos ruedas en Nueva York (150.000 en 2000). El aumento del número de ciclistas en la Gran Manzana dobla el del resto de ciudades del país: un incremento del 55% entre 2012 y 2017, frente al 27% del resto. La pandemia solo ha multiplicado las cifras: la demanda de trayectos en Citi Bike pasó de 1.086.410 viajes en marzo de 2020 a 2.520.045 en septiembre.

Así que, si a la afición velocípeda de los neoyorquinos se suma el problema del aparcamiento, y además la existencia de una ley que penaliza —pero poco— dejarlas por ahí amarradas a una verja o cualquier saledizo del mobiliario urbano, el panorama se complica, y la subespecie del bípedo rodante enfrenta más dificultades a diario. Sasha, cuidador de perros de 30 años, se sube la suya a casa siempre. “Desaparecería en segundos si la dejo atada ante el portal, es de fibra de carbono. Faltan plazas de aparcamiento seguro, no solo vigiladas con videocámaras, sino con sensores que bloqueen cualquier intento de hurto, pero ni siquiera la incomodidad de cargar con ella hasta un quinto piso es molestia comparado con la libertad y la autonomía que me da”, explica.

Las ordenanzas municipales prohíben dejar una bicicleta fuera de los aparcamientos oficiales, pero el celo de las autoridades a la hora de poner multas es más bien escaso, a juzgar por la cantidad de aparatos diseminados al albur. Como la de Néstor, de 27 años, salvadoreño, sin papeles y repartidor. “Siempre la ato a un poste o una verja, ni siquiera sabía que está prohibido. Y tengo suerte, porque no me la han robado nunca, tal vez porque es vieja”, explica, en alusión al efecto indeseado de la falta de parkings: los robos al alza.

“La bici es rápida y barata, no cuesta dólares. Entre nosotros hay un circuito de piezas y recambios y si llueve o nieva, le ponemos manguitos al manillar para seguir trabajando”, explica mientras aguarda el enésimo pedido diario, junto a una hilera de restaurantes de Upper West Side, los muñones de plástico del manillar envueltos como la testa de un toro embolado. ¿Qué opina del problema de aparcamiento? “¿De qué bicis? ¿De qué ciclistas?”, pregunta Néstor, como si viviera en otra ciudad.

Porque el uso de las bicis también refleja la división por clases de la ciudad: del profesional concienciado ecológicamente, el probo urbanita, el poshípster de rigor y el estudiante corto de fondos a los esforzados repartidores, casi todos latinos, que mueven eso que ha dado en llamarse economía gig. Todo un ecosistema rodante, digno de estudio.

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