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Pensiones: un elefante blanco en el Consejo de Ministros

Los políticos esquivan con pusilanimidad el asunto, pero el ajuste será más duro cuanto más se demore

Proyecciones demográficas para España
Belén Trincado / Cinco Días

Las pensiones siempre han sido el gran problema financiero del futuro en España. Desde que en 1985 se hizo la primera reforma seria del sistema de la Seguridad Social para prohibir la compra de prestaciones y tratar de garantizar que nadie se llevase lo que no había puesto, el futuro se ha ido retrasando con sucesivos parches, pero ahora se ha echado encima y no bastan los milagros de sor Virginia. Se precisa una reforma integral del sistema de protección a la vejez para que el futuro, cuando llegue, sea el jardín de las delicias y no un conflicto continuo.

De momento, estamos sin noticias de tal reforma integral. El plan presupuestario del Gobierno enviado a Bruselas no da más pistas que el silencio, y las medidas sobre Seguridad Social se limitan a subir alegremente las cuantías como lo haga el IPC y un 3% las mínimas y las asistenciales, que proyectarán su onerosa onda expansiva en el gasto durante décadas, y a una fuerte subida de las bases mínimas de cotización por el alza del SMI en ingresos. Este Consejo de Ministros, como el anterior, aunque conoce el problema, en vez de meterle mano deja que engorde cada año como ese indeseable elefante blanco de las culturas orientales que no genera otra cosa que problemas.

Con las dos sucesivas reformas severas de los años 2011 y 2013, ambas obligadas por las circunstancias de la crisis y el riesgo de intervención de los mercados financieros, habíamos circunscrito el problema de las pensiones al futuro, al largo plazo. Con la prolongación de la edad de jubilación hasta los 67 años, la ampliación de la base de cálculo de la prestación después, y el cepo al dispendio del factor de sostenibilidad por último, los problemas financieros se diluían lentamente con los años, con una política en frío que exigía también más años de trabajo para cobrar pensión, diluía la cuantía con cotizaciones antiguas más pobres y ajustaba los cobros a la marcha de la economía y de la esperanza de vida.

Pero el severo ajuste del empleo durante los cinco largos años de recesión (casi cuatro millones de asalariados) y la fortísima pérdida de cotizaciones recordó que el problema, pese a las herramientas correctoras aprobadas, era de medio plazo y que habría que actuar antes, o bien anticipando la aplicación del factor de sostenibilidad (estaba previsto para 2019) o bien adelantando el retraso retardado de la edad de retiro (solo se hacía efectivo a los 67 años en 2027) o bien con ajustes adicionales a los ya diseñados y aprobados por el Parlamento.

Fue en ese punto, en el verano de 2015, cuando el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que afrontaba las elecciones de diciembre de ese año, advirtió que el gran asunto que tenía la sociedad por delante, y que debería afrontar con el máximo consenso político y social, era la sostenibilidad de las pensiones y el gasto social asociado a la sanidad por el súbito envejecimiento demográfico que afloraría en España en el tercer decenio del siglo. Hay que recordar que en 2033 la población de más de 65 años superará el 25%, frente al 19% actual.

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Pero la alerta se diluyó primero en una legislatura non nata en la que la confrontación superó incluso a la fragmentación política, y después en una legislatura huera, en la que la ausencia de consensos abocó las reformas de la economía, y la de las pensiones también, a un índice de decisiones tan inabordables como inaplazables.

Y llegado este punto, tras la dejadez irresponsable de todos los políticos, de los que gobernaban y de los que gobiernan, de los que se oponían y los que se oponen, tenemos un problema de corto, de medio y de largo plazo. El futuro se nos ha echado encima, y no queda tiempo, porque la solución se necesita para hoy, no para mañana. Tomada ayer habría sido suave y de efectos amables; tomada hoy será más dura y de impacto grave para muchos colectivos; pero tomada mañana, será muy severa y de daños dramáticos. Cuanto más se tarde en reaccionar, más intensidad habrá que aplicar y más violenta será la reacción de la gente.

Hasta 2014, los gestores del sistema se sentían a cubierto porque los desempleados generados por la primera enbestida de la recesión seguían cotizando durante los 24 meses que percibían el desempleo, tras un ciclo muy largo de expansión económica; en los años siguientes gastaban las perras acumuladas en el fondo de reserva, que estaba capitalizada desde el año 2002 para tiempos difíciles. Pero en los dos últimos años el ahorro se ha terminado y han echado mano ya de créditos del Tesoro por valor de 25.000 millones de euros para pagar las nóminas de un colectivo de nueve millones de pensionistas que no deja de engordar.

En los cinco últimos años el desfase de explotación (pérdidas) en el sistema de Seguridad Social no ha dejado de crecer, y la insuficiencia de las cotizaciones y cuantas medidas de ingresos extraordinarios se han ensayado, y no han sido pocas, ha engordado hasta los 19.000 millones largos de euros de este ejercicio. Pero el ritmo de avance del gasto y del ingreso deja pocas dudas de que en 2019 el déficit superará los 23.000 millones de euros si las medidas del Presupuesto se limitan a pequeños retoques en los ingresos, y que si no hay remedio en contrario, la siguiente legislatura arrancará con un desequilibrio financiero anual cercano a los 30.000 millones de euros, de tal guisa que todo el déficit fiscal permitido por Bruselas a España será de su sistema de pensiones.

Este hecho, que está en camino de consolidarse, deja bien a las claras por si solo que el gran problema financiero del país es la sostenibilidad de las pensiones. Pero la catalogación del asunto va más allá, porque es también un problema social, y una bomba de relojería para la propia economía del país: cuando más se demore una solución definitiva, aunque ninguna de ellas lo será del todo, más calará en la población la percepción de que el futuro de las pensiones se ha oscurecido tanto, que podría empezar a hablarse de falta de futuro. En ese momento las expectativas de la ciudadanía girarían 180 grados, la cautela se apoderaría de su comportamiento y la tentación del ahorro paralizaría el consumo y la inversión.

Esto no es un cuento. Pasa en todas las crisis, y pasó de forma muy intensa en Alemania en los noventa como para haber aprendido la lección: cuando trató la poderosa maquinaria económica germana de encajar la integración de la economía del este (la RDA) y equiparar precios, costes y servicios con los vigentes en el oeste (la RFA), sus finanzas públicas se resistieron, afloró la excesiva generosidad del Estado de bienestar alemán, y los consumidores, en precaución, aplazaron su consumo y su inversión. Y solo cuando las reformas del Gobierno Schroeder recortaron servicios y gastos que hicieron creer a los administrados que el sistema era de nuevo sostenible, recuperaron el ánimo económico.

Un desajuste financiero anual de cerca de 30.000 millones como el que se proyecta a partir de 2020 por la llegada al retiro de los nacidos en el baby boom, y que presionará con mucha intensidad los gastos durante los siguientes 20 años (el baby boom se sostuvo desde 1960 hasta 1980), es de tal dimensión que solo puede solventarse con decisiones muy severas y muy consensuadas para encajar el conflicto social que abrirá.

Pero el modo de financiar ya ahora el déficit puede abrir una vía de desconfianza en los mercados financieros, los acreedores de un país altamente endeudado como España, que encarezca súbitamente el coste de la financiación. Los mercados mantienen un idilio con España por la reducción sostenida, aunque muy poco intensa, del déficit en los últimos años, y por el hecho de que parece que la deuda pública se haya parado justo por debajo del 100% del PIB, porque este crece en términos nominales algo más que el déficit fiscal. Pero el idilio puede revertirse si el mercado detecta que se frena la reducción del déficit y repara en que España está financiando sus pensiones con deuda, y soportando con ella nada menos que el 20% (y creciente) del gasto anual en tal capítulo. Ese día los mercados nos darán el alto, y solo ese día, como hace unos años Rajoy y antes que él Zapatero, los políticos pondrán remedio.

Porque en primero de Hacienda Pública se aprende que la deuda solo se utiliza para financiar proyectos de futuro, preferentemente inversiones que tienden a revertir beneficios con el paso de los años, pero nunca programas de gasto social sin recorrido productivo, como las pensiones. En otras palabras: la deuda está para invertir en futuro, y nunca para gastar en pasado. Los gestores de la Seguridad Social deberían reparar en que el coste soportado con deuda tiene un sobrecoste en forma de tasas de interés en los próximos años, que recargará la factura financiera e impedirá destinar recursos a capítulos productivos.

Lo lógico sería abandonar cuanto antes el recurso al endeudamiento para abonar las prestacioones, aunque la dejadez de los políticos ha sido tanta que hacerlo completamente ahora es de todo punto imposible. Toda reforma pasa ahora por una absorción aplazada del déficit para dañar lo menos posible a los pensionistas actuales, pero sobre todo a los que adquieran tal condición en los próximos años.

Esta legislatura está muerta a efectos de reforma de pensiones, por mucho paripé que se haga en el Pacto de Toledo, en el que todos dicen estar de acuerdo en cuestiones menores como la revalorización de las prestaciones, pero donde falta el coraje para enfrentar la cuestión con la decisión que precisa. Todos saben, sobre todo populares y socialistas que han gestionado el sistema que “esto no aguanta diez años”, pese a que el secretario de Estado diga que sí a sabiendas de que no.

El gasto avanza a ritmo de Fórmula 1, mientras que el ingreso lo hace como un carro de mulas. La diferencia será más abultada cuando se intensifique el envejecimiento, salvo revolución demográfica súbita, sea por la vía de la inmigración o de recomposición de las tasas de natalidad, o de una adecuada combinación de ambas cosas que absorba los avances de la tasa de dependencia.

El endemoniado efecto sustitución, tanto en los ingresos como en los pagos, acelerará los cambios para atajar los déficit. Cada cotizante nuevo aporta bastante menos que quien deja de hacerlo por llegar al retiro, y cada pensionista nuevo cobra cerca de un 35% más que el que fallece, dos fenómenos que provocan que cada vez haya menos liquidez en la caja de caudales de la Seguridad Social.

Quienes han mirado las cuentas de la Seguridad Social y sus proyecciones futuras saben que solo hay tres soluciones. A saber: recortar las prestaciones nuevas como tenía previsto hacerlo el factor de sostenibilidad; incrementar los ingresos en nada menos que 20.000 millones de euros anuales (y más en los años venideros); o una combinación de ambas variables. Seguramente esta combinación es la fórmula más sensata, puesto que no detraerá demasiados recursos de los cotizantes, y porque pondrá los retornos de las pensiones sobre el útimo sueldo (tasa de reposición de renta) en valores más razonables que los actuales, que en niveles del 78%, son los más generosos de Europa.

En los últimos años los retoques en los ingresos se han ceñido a convertir toda la remuneración en base de cotización, así como a elevar por encima de la media a las bases máximas para capturar las retribuciones más elevadas; ahora, vía subida del SMI, se pretenden elevar las bases mínimas, con un desempeño financiero que no llegará a los 2.000 millones anuales, algo así como el 10% del déficit.

Es evidente que ha llegado la hora de subir los tipos de cotización, y concentrar el alza en la aportación de los trabajadores, que es la más baja de la OCDE, para proteger la de las empresas, que es de las más elevadas de OCDE y es un auténtico impuesto al empleo. Estas aportan el 24%, diez puntos más que la media de los países ricos, mientras que los empleados soportan un tipo del 4,9%, frente al 8,2% de media de la OCDE.

Y en los gastos no tardará el Gobierno, este o el que venga después, en rescatar en todos sus términos, y quizás en algunos más duros, el factor de sostenibilidad que aprobó Rajoy en 2013 y que aplazó él mismo por presión del PNV una semana antes de dejar Moncloa. Como respondía el presidente Zapatero cuando le urgían a tomar decisiones en la materia, “no descarto yo que en el futuro alguien tenga que hacer algo”.

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