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Jocelyn Bell sobre el Nobel que le negaron: “No quería parecer una alborotadora porque era muy precaria. Hoy hablaría de otra manera”

La historia de esta astrónoma que descubrió los púlsares es el mejor resumen de cómo las mujeres eran barridas del mundo científico. En esta entrevista, Bell recuerda cómo vivió su exclusión del Nobel, los numerosos obstáculos machistas que encontró en su carrera y cómo superó su síndrome del impostor

Jocelyn Bell
La astrofísica Jocelyn Bell, el día 8 en Barcelona.Albert Garcia

La historia de la astrónoma Jocelyn Bell (Belfast, 79 años) es quizás una de las más emblemáticas de lo que significa para muchas científicas la invisibilización de su trabajo. Suyo es el mérito del descubrimiento de uno de los cuerpos estelares que más quebraderos de cabeza supuso para los astrónomos de su época. Y también es suyo el mérito de que por primera vez se otorgara un Premio Nobel a un descubrimiento astrofísico, aunque no fuera ella la galardonada. Pero fueron su paciencia, su rigor y su tenacidad las que la llevaron a descubrir en 1967 los púlsares, esos faros cósmicos formados por estrellas muy densas que rotan fugazmente emitiendo una señal luminosa.

Tan asombrosa es la regularidad y la precisión de estas señales que durante unas semanas ella y su director de tesis, Antony Hewish, se preguntaron si no eran alienígenas los que mandaban la señal. Little Green Men, hombrecitos verdes, fue el apodo que dieron al principio a aquella extraña fuente radio. “Afortunadamente, cuando descubrí mi segundo púlsar en otra parte del cielo, quedó claro que no podían ser dos grupos de extraterrestres que enviaban mensajes en el mismo momento, en la misma frecuencia radio y hacia el mismo insignificante planeta”, explica Bell en una entrevista con EL PAÍS.

No había sido fácil para Bell convencer a Hewish de que la señal que ella había detectado era real. Había pasado los primeros dos años de su tesis levantando un radiotelescopio: una enorme serie de cables colgando de 2.000 palos de madera en una superficie grande como 57 campos de tenis en la lodosa campaña inglesa en las afueras de Cambridge. Pocos meses después de comenzar a usarlo había notado una pequeñísima irregularidad en un enorme rollo de papel, donde una plumilla trazaba una línea roja de la señal recibida. “Medio centímetro en kilómetros de papel: a otra persona menos cuidadosa seguramente se le habría pasado por alto”, asegura ahora. Bell pasó por Barcelona la semana pasada, invitada por el Cosmocaixa, para dar una charla sobre cómo fue la historia del descubrimiento de estas estrellas al final de su vida, muy compactas, capaces de emitir un fuerte impulso de radio, de forma precisa como un reloj.

Aquel hallazgo no fue la primera vez que tuvo que luchar por hacerse valer, como cuando entró con 11 años en un centro escolar con la intención de estudiar ciencias. “Tenía claro que quería estudiar ciencia y mis padres me habían prometido que en ese instituto lo podría hacer”, relata Bell. Cuando llegó el esperado día de la primera clase de ciencia, a ellas las mandaron al aula de economía doméstica. Bell protestó con sus padres por lo ocurrido, y ellos contactaron a otras familias cuyas hijas querrían estar en esa clase. Al final lo consiguieron: tres chicas en una clase de chicos. “Fuimos las primeras tres que pudimos estudiar ciencia en esa escuela, y las primeras tres que nuestro profesor no había visto nunca”, recuerda hoy.

Cada vez que entraba a clase, la tradición era que todos silbaran y golpearan las gradas de madera

La siguiente anécdota de su camino cuesta arriba fue la impactante experiencia en la Universidad de Glasgow donde fue a estudiar Física. “Era la única alumna en una clase de 50 chicos. Cada vez que entraba a clase, la tradición era que todos silbaran y golpearan las manos y los pies contra las gradas de madera”, cuenta. “Tuve que aprender a no sonrojarme, si no habría sido peor. Cuando volvía a mi residencia de estudiantes y les comentaba que era la única chica, mis compañeras pensaban que me cambiaría de curso, porque era lo que hacía la mayoría de las mujeres. Pero yo quería ser astrónoma, y era necesario licenciarse en Física, no tenía alternativa”, explica. Una persona menos centrada en su objetivo hubiese tirado la toalla: “Probablemente, habría hecho Matemáticas, donde había ya alguna mujer. Siempre una minoría, pero al menos eran más de una”. Nunca encontró ningún aliado masculino en su camino. Al contrario: “Los profesores, a veces, parecía que quisieran unirse a los estudiantes. Afortunadamente, nunca lo hicieron”.

Jocelyn Bell
Jocelyn Bell, durante la entrevista.Albert Garcia

Pasaba lo mismo cuando hacía una pregunta. “Cuando venía alguien a dar charlas, todos mis compañeros levantaban el brazo para hacer preguntas inteligentes: yo callaba para poder hacerme invisible”, dice. “Sin embargo, desarrollé una estrategia. Escuchaba con mucha atención los primeros cinco minutos de la charla, anotaba todas las hipótesis que hacía el investigador y al final preguntaba: ‘Señor —sí, siempre eran hombres— ha hecho esta y esta asunción. ¿Cómo cambiarían sus conclusiones si no fueran ciertas?’. Parece ser que esto dejaba muy impresionados a los científicos invitados y también a mis profesores”, recuerda. Solo dos de los docentes que tuvo fueron mujeres: “Una nos dio un curso de matemáticas, y la otra duró solo dos meses, no aguantó la presión: lo que los alumnos me hacían a mí, ¡se lo hacían a ella también!”.

La gente me felicitaba por casarme y no por mi descubrimiento

Cuando empezó el doctorado en Cambridge, estaba convencida de que se habían equivocado en elegirla. Hoy lo llamamos síndrome del impostor, algo que afecta a muchas mujeres acostumbradas a ser menospreciadas. Eso la hacía ser muy cuidadosa y detallista, sobre todo en esos convulsos meses entre finales de 1967 y el verano de 1968, cuando acabó su tesis a la vez que descubría seis púlsares. “Mi director de tesis tardó mucho en reconocer que estaba haciendo algo importante”, cuenta, “aunque está claro que cuando haces un descubrimiento extraordinario debes ser muy cauta”. Uno de los factores que contribuyeron a su discriminación, según Bell, es que había muy pocas mujeres en la Universidad de Cambridge. “Muchos hombres pensaban que era injusto que estudiáramos. Por eso las mujeres debíamos ir con mucho cuidado, asegurarnos de no estorbar y no meternos en líos, llevar la ropa adecuada y no molestar a los profesores hombres”, recuerda Bell.

Jocelyn Bell
Jocelyn Bell, en 1967. A la derecha, el radiotelescopio que construyó para su tesis.Roger W Haworth

También los periodistas y los fotógrafos del tiempo contribuyeron a la discriminación: ella era siempre “la chica”, su jefe “el científico”; él posaba serio, a ella le pedían desabrocharse unos botones de la blusa. “Cuando me comprometí con mi futuro marido, entre el descubrimiento de mi segundo púlsar y mi tercer púlsar, me di cuenta de que la gente me felicitaba por casarme y no por mi descubrimiento. La expectativa era que las mujeres nos quedáramos en casa”, lamenta.

Para ella fueron años frustrantes, en los que debió seguir la carrera del marido y adaptar la suya. “Como pareja decidimos tener un hijo. Y sabía que eso habría complicado muchísimo mi carrera. Por aquel entonces no existían guarderías, ya que todo el mundo sabía que, si las madres trabajaban, los hijos se convertirían en delincuentes”. ¿Y cómo lo hacía para gestionar esos sentimientos? “Seguramente, con un poco de resentimiento. Pero conseguí trabajar a tiempo parcial en muchos trabajos interesantes como astrónoma. Adaptándome un poco, a veces trabajando cómo técnica. Pero al menos pude estar al día de la investigación”, recuerda.

Y de pronto, el Nobel

Hasta que un día, en 1974, mientras preparaba desde Kenia el lanzamiento de un cohete con un telescopio en los rayos X, recibió la noticia de que habían dado el Nobel en Física a su jefe, Antony Hewish, y al jefe de su jefe, Martin Ryle. Pero no a ella. Bell siempre decía que era feliz de que sus estrellas hubiesen hecho ver al comité del Nobel que la astrofísica también era física de primera, y que ella era solo una estudiante, al fin y al cabo. “En esos años sentía que necesitaba que no me viesen como una alborotadora porque era muy precaria, sin un trabajo fijo. No podía agitar demasiado las aguas. Hoy hablaría de otra manera”, se justifica. Era consciente de lo injusto de la decisión, pero prefería que fueran sus compañeros quienes se quejaran en su lugar: “Llegaron a decir que era un Nobel No-Bell, jugando con mi nombre”. Fred Hoyle, un gran astrónomo, se indignó públicamente, pero fue porque estaba enfrentado a sus jefes sobre la teoría del Big Bang: “Yo era instrumental en su guerra, y no podía mostrar que estaba de acuerdo con él”.

Púlsar
Representación artística que muestra los dos haces que emite un púlsar.NASA

Finalmente, a finales de los 80, su hijo se independiza y su marido la deja para ir a vivir con otra mujer. “Por primera vez en mi vida pude empezar a buscar un trabajo porque me gustaba, y no por estar donde iba mi marido”, recuerda. Y fue así como obtuvo “un trabajo muy bonito en la Open University, una universidad muy peculiar, con estudiantes de nivel muy elevado”, explica. Y añade orgullosa: “Me hicieron jefa del departamento de Física, y era especialmente gratificante enseñar por las tardes a adultos que intentaban compaginar su trabajo con sus estudios”.

Explica que tardó muchos años, mientras acumulaba premios, en superar su síndrome del impostor: “Siento que con el tiempo me he ganado mi sitio y he ganado confianza. Me podría haber roto, pero poner tu energía en algo positivo ayuda a superar la frustración de no ver tu trabajo reconocido”.

Siento que con el tiempo me he ganado mi sitio y he ganado confianza. Me podría haber roto

En 2018 le otorgaron el Premio Especial Breakthrough en física fundamental: 3 millones de dólares, el triple de dinero que el Nobel. Una suma que ella decidió destinar enteramente para becar a mujeres, refugiados y personas de minorías infrarrepresentadas: “No estoy involucrada en la selección de las personas, las descubro después. Hasta ahora se ha becado a 21 personas, a las que se suman las de este año en el que, por primera vez, no son solo mujeres blancas”.

Un aspecto importante para Bell es la faceta religiosa de su vida. “Soy cuáquera, un movimiento religioso muy inusual”, explica. “Muy diferente de las grandes religiones. Es una iglesia no dogmática: no te dice qué es lo que tienes que creer. Te empuja a que seas tú la que trabajes por ti misma en lo que crees. La única guía es que las personas son buenas o dicho más formalmente: que hay un poco de Dios en cada uno”, describe. Lo que hace diferente la experiencia religiosa de los cuáqueros es la exploración intelectual de la fe. “No es una experiencia como la conversión de San Pablo, no”, comenta riendo. “Al menos, no para mí: es un camino muy gradual, de maduración, a lo largo de tu vida. A veces, sentimos una experiencia o, como decimos, un ángel se nos acerca. Y entendemos un poco más, como en la ciencia: tu pensamiento con el tiempo evoluciona. La comprensión más profunda de las cosas te puede pasar leyendo qué han hecho los cuáqueros en su vida, o hablando con personas, u observando la naturaleza. En esta iglesia sí que hay espacio para científicos, al contrario que en otras”, asegura.

La rama de la astrofísica que ahora le fascina más se llama “astronomía de los fenómenos transitorios”. “Con la mejora de nuestros telescopios, podemos tomar imágenes con exposición más breve. Y esto nos permite descubrir que hay muchos más fenómenos de corta duración de los que creíamos con las exposiciones largas. La parte más emocionante es ser capaces de explicar estos fenómenos. Hay algunos que pasan en las frecuencias de radio: se llaman “ráfagas rápidas de radio” y aún no hay un modelo que explique qué las causa. Solo sabemos que vienen de fuera de nuestra galaxia, de los brazos de espirales de otras galaxias. ¡Pero allá pasan muchas cosas! Será difícil dar con una buena explicación”.

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