Chile quiere a Orrego
Defender cambios con estabilidad no es un camino de cambios hasta por ahí, en la medida de lo posible, ni medias tintas. Al contrario, es un camino exigente, que puede escapar a la lógica de la ganada rápida que prima hoy en nuestra política
Es extraña la situación chilena: se piensa que ha triunfado la moderación —lo que sea que ella signifique— y que la política vuelve a funcionar as usual. Una semana después de la segunda vuelta de gobernadores regionales, Johannes Kaiser aparece una vez más en las encuestas presidenciales, con una llamativa entrevista donde, carente de sustento arremetió contra las vacunas o el cambio climático, lo que revela que se están cociendo habas a la derecha de Kast. ¿Qué pasa que ambos fenómenos son posibles casi simultáneamente? Dicho con más detalle, ¿qué ha hecho posible que, en cinco años, Chile quisiera a Kast y a Boric, votara por la Lista del Pueblo y por Republicanos, y no ve problema en encontrar atractivos a Claudio Orrego y Johannes Kaiser?
Una explicación puede ser que la ciudadanía es contradictoria. No se puede descartar: cuando observamos los fenómenos políticos tendemos a mirar qué sucede arriba, en la esfera de los candidatos, los partidos, los liderazgos, y perdemos de vista lo que sucede en la base. A la sociedad también le cabe alguna responsabilidad en elegir. Es de ahí que nace la frase de que cada país tiene los gobernantes que merece. Quienes dirigen no pueden ser mucho mejores que los dirigidos. Ya sea por consideraciones sociológicas, por la conexión que establecen con las personas, por los incentivos a los que responden, los representantes forman parte de ese pueblo, para bien y para mal.
Hay también una explicación alternativa, quizás complementaria, que surgió en los meses posteriores al estallido, pero parece haber sido olvidada bajo el frenesí de los hechos —o la conveniencia de las circunstancias políticas—. Se trata de la demanda de cambios con estabilidad, de modificar partes importantes de nuestra convivencia institucional sin echar todo por la borda, sin “meterle inestabilidad”, como dijo torpemente alguna vez el actual embajador de Chile en Brasil, Sebastián Depolo.
Es lo que no logró captar la Convención Constitucional, que era revolucionaria no solo por su contenido marcadamente posmoderno, decolonial, indigenista, sino sobre todo porque se pensó a sí misma como un nuevo comienzo radical. Era obvio que una ciudadanía buscando certezas no entregaría su apoyo a ese tipo de cambio. Fue lo que entendió Gabriel Boric (¿votaría Apruebo nuevamente, ante la disyuntiva?) de cara a la segunda vuelta presidencial; en la cual, dicho sea de paso, se enfrentaban los dos polos de esa díada: cambios y estabilidad (el lugar de Kast, por aquel entonces). El tono convocante de la segunda vuelta, se difuminó rápido, rapidísimo.
Defender cambios con estabilidad no es un camino de cambios hasta por ahí, en la medida de lo posible, ni medias tintas. Al contrario, es un camino exigente, que puede escapar a la lógica de la ganada rápida que prima hoy en nuestra política. Es exigente porque supone entender bien cómo cambió la sociedad chilena en el último tiempo, qué ha llevado a que pierda la esperanza, por qué nuestro tejido social se ha debilitado, por qué confiamos menos. A cinco años del estallido, ya es evidente que los 30 años fueron mucho que un cúmulo de despojos y abusos. Sin embargo, también es ceguera negar que hay deficiencias importantes, problemas que requieren una respuesta y que solo acumulan presión por la inoperancia del sistema político. Se trata de un vicio simétrico al de los negacionistas de los 90 y los 2000: reducir todo a los innegables avances de la época se vuelve una cómoda anestesia que impide mirar con más atención.
Una agenda de ese tipo debe hacer avanzar discusiones importantes contra la tentación del inmediatismo y contra la radicalidad ideologizada que etiqueta todo como transacción espuria. Estabilizar el sistema económico, ordenar el enredo en que se ha convertido nuestro sistema de impuestos, potenciar el crecimiento en serio implica también abordar discusiones peliagudas como pensiones, salud, seguridad, la manera en que se desarrollan nuestras ciudades y cómo abordamos el preocupante descenso en la natalidad. Todo está interconectado. Por cierto, esto no implica decir que sí a cualquier cosa ni comulgar ruedas de carreta.
Lo anterior nos lleva al manoseado tema de la moderación en Chile. El espacio no alcanza para desarrollar el tópico completamente, pero sí vale la pena mencionar algunas notas. Ninguno de los cambios que requiere Chile es moderado en el sentido de ser una pura transacción. Pero si hay un problema que está presente en nuestra política —y que una reforma al sistema político o electoral no resuelven— es la decadencia en la manera en que se realiza. Una política rasca, empobrecida, soberbia y embrutecida no es capaz de resolver ningún problema. Más bien, los agudiza. Esa es, quizás, la moderación que necesitamos, algo más profundo que cierto decoro en el vestir o que buenas palabras. Aunque vaya que las necesitamos.