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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La salida de Guirao como síntoma

El cambio al frente del Ministerio de Cultura ha pasado muy desapercibido y es una señal preocupante que se haya optado por un desconocido más vinculado al mundo del deporte

Josep Ramoneda
El exministro de Cultura José Guirao.
El exministro de Cultura José Guirao.

La noticia ha pasado muy desapercibida porque la cultura es casi siempre la cenicienta de la política. Pero me ha parecido una señal preocupante que José Guirao no haya seguido al frente de Cultura. Y que nadie haya dado especial importancia a este hecho, como si el papel menor de la cultura estuviese asumido por la opinión pública. Y más inquietante es todavía cuando, según parece, Sánchez ha optado por su desconocido sucesor, José Manuel Rodríguez Uribes, por su buena relación con el mundo del deporte.

Para potencias medias como España, con un peso económico y político relativo en el escenario mundial, es evidente que la cultura puede ser un instrumento de primer orden para estar en el mundo. Y la verdad es que el único país que realmente lo ha entendido así es Francia, que se ha montado sobre la cultura para aparentar una capacidad de influencia muy superior a la que realmente tiene. Y viene cultivando esta vía desde hace mucho tiempo con la plena complicidad de la ciudadanía. Pasan los gobiernos y sigue siendo una prioridad de Estado. Fue Malraux, ministro del general De Gaulle, que tejió la red de casas de la cultura, del mismo modo que hoy Francia tiene todo el territorio sembrado de equipamientos, museos, teatros, escenas, con etiqueta de nacional, es decir, con pleno respaldo institucional. Su capacidad de dar envoltura cultural a cualquier acontecimiento y empaquetarla debidamente para que cree modelo es proverbial. Y así ha resistido Francia, manteniendo contra viento y marea su singularidad, ante al poder de colonización de la cultura anglosajona apoyada en su capacidad industrial y comercial.

Quién más entendió en este país el poder de la cultura fue probablemente Pasqual Maragall como alcalde de Barcelona. Comprendió rápidamente que una ciudad con conciencia de capital pero con escaso poder económico y político sólo tenía una carta, la del softpower. Y consiguió que el modelo Barcelona —fue Frederic Edelmann en Le Monde quien lo bautizó— se convirtiera en referencia urbanística y cultural, haciendo de la capacidad de una ciudad para reinventarse cíclicamente su fuerza. Y apostando fuerte por las propias capacidades: es decir, con voluntad de ser modelo y no copia, que es la única manera de adquirir significación universal. Buscar la internacionalización importando gadgets y franquicias, adelgaza y desdibuja el poder cultural de un país. Y a la larga ni siquiera funciona como negocio.

Desplazar a un experto como Guirao, vinculado directamente a la creatividad y a la proyección cultural (y con las relaciones necesarias para crear complicidades) y sustituirle por una persona sin atributos culturales precisos, sin haberle dejado tiempo para desarrollar su proyecto, indica cierta confusión en las prioridades. Sé perfectamente que la agenda social es la principal demanda que desafía a este gobierno. Y es realmente prioritario cohesionar una sociedad deslavazada. Pero un presidente socialista debería saber que la cultura también forma parte de la cuestión social, y no precisamente para tener a las masas entretenidas, como el deporte espectáculo que al parecer preocupa al presidente. Una política cultural debería contribuir a que el softpower español fuera bastante más que el Real Madrid, el Barça y Rafa Nadal. Con algo hay que entretener la ilusión de los que se quedan y con los ídolos deportivos sale barato al Estado. Pero la ambición de la izquierda debería explorar con osadía otros caminos, en que la cultura puede hacer lugar de cruce (entre vida, experiencia, creatividad, innovación y conocimiento) que configura la fuerza simbólica. Ello requiere, sin duda, recursos y complicidades e implicación de todos, especialmente en un momento decisivo en que se están formando los parámetros culturales del próximo futuro. Y se requieren potentes espacios de encuentro entre saberes, artes y ciudadanía.

Si rescato al caso Guirao, que a mí me parece más que una anécdota, es para interpelar a todos. No sólo al Gobierno del Estado, sino también a comunidades y ayuntamientos. Unas pocas ciudades han entendido la virtud de apostar por la cultura. No renuncien. Pero lo cierto es que el pulso cultural institucional ha perdido ritmo en medio de la profunda crisis que vive España. La cultura es un bien de primera necesidad. Y debería ser la vanguardia contra el fanatismo. Que las deficiencias en política cultural no estén en el debate político ni hagan caer gobiernos no es argumento para desentenderse de ella. Es un termómetro del nivel de un país.

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