Oda al perroflauta
Lo mejor del perroflauta es su perrete, que disfruta lo mejor de ambos mundos: la libertad callejera y la manutención de un ser querido. Igualito que los estudiantes de Erasmus
Es primavera: el silvestre perroflauta llega con pisadas élficas, girando sobre sus melodías, y pide con gracia una monedilla al viandante: "joven, un céntimo para un Ferrari". Andan por ahí, entre Ópera y Callao, por Lavapiés, vienen y van como cigüeñas, con la casa en la mochila y unos cuantos dientes a faltar. La piel curtida por el sol, la gorra bordada con tachuelas. Su mugre vintage debería ser Bien de Interés Cultural (BIC).
Con el tiempo se ha llegado a identificar el término perroflauta con los que fueron partidarios del 15M, acampados en la Puerta del Sol, o lo son del morado podemita, pero no hay color: unos son universitarios, obreros o clase media (sea eso lo que sea); el perroflauta, en cambio, va más allá, es extraparlamentario y ultravioleta, errabundo y pendenciero, solo se debe a las calles, a su perro y a su flauta escolar de plástico, que toca con más voluntad que virtuosismo porque —no lo olvidemos— el perroflauta también es punk. Algunos hacen malabares con resultados dispares: tampoco se trata de llevar la contraria a la Ley de la Gravedad, que es irrompible.
Yo de joven conocí a dos que llegaron a Oviedo con buen tiempo y bebían con nosotros en la plaza del Paraguas. Venían de otros mundos y sus botas desvencijadas habían hollado continentes. No estuvieron mucho tiempo con nosotros y olían un poco mal, nunca les volvimos a ver después de algunos días, pero fueron nuestra primera conexión con el planeta, cuando aún no había ni Internet.
Hay unos que se ponen por el centro de Madrid, a veces en Montera, a mendigar sentados en el suelo. Se hacen llamar los Lazy Beggars (Vagos vagabundos) y también les tengo vistos en Caños de Meca, Cádiz. Dicen que no engañan: en un platito piden para birra, en otro para vino, en otro para porros, en otro, claro está, para la resaca. Tienen, ojo, hasta una web donde cuelgan fotos y cuentan aventuras. ¿Quién no ha sentido alguna vez la llamada de la selva, el ímpetu de dejarlo todo y lanzarse a una aventura durmiendo en los portales?
El perroflauta es un poco flâneur, cuarto y mitad situacionista, medio monje zen, medio cartujo, con aires drogadictos, su mayor virtud es, dado el dogma económico actual, pasar olímpicamente del emprendizaje, del liderazgo, de montar una startup y de marcar la diferencia. Presume, en cambio, de austeridad, de sencillez, de falta de ambición, del carpe diem, del derecho a la pereza. El alegre perroflauta, como el cínico Diógenes, se tumba al sol en medio de la acera, disfrutando la caricia del fotón, y si viene Alejandro Magno le dice que se aparte, que hace sombra.
Lo mejor del perroflauta es su perrete, que disfruta lo mejor de ambos mundos: la libertad callejera y la manutención de un ser querido. Igualito que los estudiantes de Erasmus.