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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Razón y sentimentalidad

Una política sólo basada en las promesas y en los sentimientos, que conduce inexorablemente al choque entre verdades absolutas, nunca puede ser democrática. Es nihilista: todo está permitido

Josep Ramoneda
Intercambio de camisetas entre Bolsonaro y Trump.
Intercambio de camisetas entre Bolsonaro y Trump.ap

¿Es sostenible el nivel de tensión emocional que viene alcanzando la política? Ante la proliferación de los conflictos identitarios, que llevan intensa carga sentimental, se repite a menudo que no somos sólo seres racionales y que hay una compleja dimensión afectiva en los humanos que la política no puede desdeñar. Lo que está ocurriendo no es que los dirigentes políticos la desprecien o ignoren sino que especulan con ella. La política apunta cada vez más, en la medida que dispone de medios de comunicación más potentes, hacia los puntos más sensibles de la percepción humana, aquellos sobre los que se despliegan las adhesiones incondicionales, los rechazos frontales, los miedos y las bajas pasiones. Y con el uso selectivo y directo de las redes sociales que hacen aquellos partidos que disponen de grandes recursos —a menudo de procedencias opacas— se alcanzan niveles de contaminación tan altos que hacen el sistema irrespirable e invitan a preguntarse por su sostenibilidad.

Cuando se dedican tantos recursos a esta tarea la manipulación de la escena pública no es fruto de ninguna casualidad, sino que se inscribe en un proceso paulatino de transición de la democracia al autoritarismo. Y ahí están juntos en la Casa Blanca, Donald Trump y Jair Bolsonaro, como líderes de la nueva internacional neofascista, el millonario y el descamisado que marcan la pauta a la actual oleada de extrema derecha que ensucia la política en buena parte del mundo.

No hay duda que somos seres muy contingentes que tenemos que cargarnos de fantasías para hacer soportable la realidad de nuestra insignificancia: nacemos, crecemos y morimos en un instante si comparamos con los tiempos del universo. Y este instante está cargado de malos tragos y penurias que requieren la producción de ilusiones y promesas que las hagan llevaderas. Si además vivimos en un tiempo en que todo se comercializa, incluso las fantasías y los deseos, no es extraño que el mercado político busque sacar tajada de esta lógica, construyendo estrategias muy calculadas para explotar las pasiones.

Decía Montesquieu que los humanos somos una rareza en el universo porque tenemos dos capacidades que no tienen los demás: razón y libertad. Aunque, en tiempos en que declina el mito cristiano del hombre como rey de la creación, muchos investigadores pondrían en duda esta exclusividad, es cierto que si podemos hablar de libertad es porque disponemos de la razón que nos permitir adquirir la conciencia de los límites. Sin ella, la libertad sólo puede conducir a la ley del más fuerte.

Con el uso selectivo y directo de las redes sociales se alcanzan niveles de contaminación irrespirables

Si lo trasladamos a la política, la razón nos garantiza dos cosas: la capacidad de conocer qué pasa y por qué pasa (lo que ocurre en el terreno de la sentimentalidad también es susceptible de ser racionalmente explicado) y la posibilidad de definir los límites que impiden que las pasiones arrasen con las libertades de unos y otros y establecer estrategias viables. Una política sólo basada en las promesas y en los sentimientos, una política que traslada los criterios de decisión a principios trascendentales incuestionables y que, por tanto, conduce inexorablemente al choque entre verdades absolutas, nunca puede ser democrática. Por una sencilla razón niega los límites. Es nihilista: todo está permitido. Y cuando esto ocurre siempre acaba mal.

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La servidumbre voluntaria se construye sobre el miedo, los hábitos adquiridos y la pirámide de intereses. Cuando se producen cambios que alteran el marco referencial, se abren fracturas sociales o generacionales porque una parte de la sociedad se ha quedado sin expectativas, amplios sectores, como las antiguas capas medias, han perdido la estabilidad conseguida y mucha gente se siente condenada al abismo, y las viejas formas de emancipación se han agotado y las nuevas están empezando a tomar cuerpo, generando inquietud en los poderes establecidos, estalla la tamborrada de la política de sentimientos y lealtades trascendentales. La razón queda secuestrada en la avalancha de los fake news y los países se fracturan en bloques aparentemente irreconciliables.

El ruido tira y los responsables políticos que deberían introducir elementos de racionalidad se suben al monte, arrastrados desde el extremo. Y ahí estamos con dinámicas de amigo y enemigo que sólo entienden de exclusión y de represión. Como ya ocurrió en los años treinta, lo peor es no querer ver el peligro hasta que ya sea irreversible y no se pueda detener el desastre. Ocurre con el cambio climático, que no ocurra también con el autoritarismo postdemocático.

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