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MADRID ME MATA
Columna
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Ganamos todas

Iba sin recelos, consciente de que el apoyo era lo que más importaba. Me daba igual el resultado: quería verlas a ellas jugando al fútbol ante un Wanda Metropolitano lleno

Aspecto de las gradas del partido disputado entre Atlético y Barcelona, en su liga feminina, el pasado 17 de marzo en el estadio Wanda Metropolitano.
Aspecto de las gradas del partido disputado entre Atlético y Barcelona, en su liga feminina, el pasado 17 de marzo en el estadio Wanda Metropolitano.KIKO HUESCA (EFE)
Elvira Sastre

La última vez que vi un partido fue, precisamente, un Atleti-Barça. Masculino, claro. En el Vicente Calderón. Hace cuatro o cinco años. Decidí que no volvería a un campo. Los insultos homófobos y xenófobos, de un voltaje mayúsculo, bárbaros e inconscientes, me impidieron ver el juego y disfrutar de él en condiciones.

Recuerdo que éramos tres mujeres del Barça en medio de un grupo de aficionados del Atleti. Mi hermana, prudente, me dijo que no animara demasiado y me tapara la camiseta al salir con la cazadora, pues el Barça ganó dos goles a uno. Todavía tengo en la cabeza los ojos encendidos de un señor de unos sesenta años que se acercó a mí a la salida del estadio gritándome: "Puta catalana de mierda". Me asusté. Ni me alegré por la victoria ni salí con ganas de volver. Rechacé el fútbol. Yo, que no había día en el que no diera una patada a un balón, que de niña me regalaron la equipación completa del Real Madrid (no es cuestión de preferencias, es que yo era de Casillas) y que no perdonaba la quiniela semanal, dije adiós a este deporte.

El caso es que salí de allí con ganas de hacerme socia y volver al campo, aunque todavía no he decidido de qué equipo. Qué importa eso. Aquí ganamos todas

He pensado mucho desde entonces en por qué algo tan saludable genera un odio tan absurdo. Pensé en la base: la incapacidad de algunas personas de gestionar las emociones. No nos enseñan a asumir nuestras derrotas, imaginen las que no dependen de nosotros. También he creído que algunos medios alimentan la crispación y que desde casa se nos obliga desde pequeños a elegir, a no cambiar, a defender hasta la muerte. Mírenme a mí: fui del Deportivo de La Coruña, pasé por la Real Sociedad, me volví seguidora del Real Madrid, el Atlético de Madrid me cae bien y terminé cambiándome al Barça. Para algunos seré una chaquetera, pero es que mis padres no me han impuesto nada nunca. Y se lo agradezco, no saben cómo.

El domingo volví a un estadio, al Wanda Metropolitano, a ver mi primer partido de fútbol de mujeres: Atleti-Barça, de nuevo. Iba sin recelos, consciente de que el apoyo era lo que más importaba. Me daba igual el resultado: quería verlas a ellas jugando al fútbol ante un estadio lleno. Disfrutar de su triunfo, del de todas las mujeres deportistas que luchan por verse reconocidas y valoradas. Lo que me encontré: familias felices, ancianos sufriendo el resultado, un padre con una camiseta que ponía Mi hija, niñas dejándose la voz en sus cánticos, jóvenes coreando el nombre de las deportistas, otros que iban por primera vez y acababan viviéndolo como el que más. No escuché ni un insulto ni una discusión.

Quizá sea cierto y estas chicas estén no solo cambiando las cosas, sino a nosotros. El caso es que salí de allí con ganas de hacerme socia y volver al campo, aunque todavía no he decidido de qué equipo. Qué importa eso. Aquí ganamos todas.

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