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Sabina, a sus cuarenta y treinta en la Calle Melancolía

70 años del trovador que “ha elevado Madrid a la categoría de arte” en su cancionero

Sabina, en un concierto en 2018.
Sabina, en un concierto en 2018.EFE

En el principio fue la encrucijada; allá donde se cruzan los caminos. En el principio fue el prófugo, el fugitivo, salvado in extremis del pelotón de los nacidos para perder: cierto ángel de alas negras, que trabajaba por entonces de revisor en la estación de Linares-Baeza, le indicó con el dedo el norte. Señalaba en dirección a Atocha.

Sucedió cuando era mucho más joven, el viejo Peter Pan. Allá en el sur, en “un sitio que se llamaba Úbeda” –escribió él mismo, hace veinticinco años–, en aquella infancia “previsible y anodina” de posguerra, “los niños de provincias soñábamos despiertos y en tecnicolor con pájaros que volaban y se comían el mundo. Y el mundo que querían comerse los pájaros que anidaban en mi cabeza... pongamos que se llamaba Madrid”.

Tardaría en llegar. Antes, pernoctó cuatro años en Granada, donde cristalizó “todo lo que sería luego”. Y luego hubo de huir a Londres, haciéndose llamar Mariano Zugasti; dicen que por tirar un petardo como protesta contra el patriarca Francisco Franco. Allí le conoció el periodista Raúl del Pozo, en 1974: los ingleses, recordaba éste en un artículo, “escuchaban con indiferencia” en los restaurantes a aquel “trovador irónico, andaluz exagerado que cuando no exagera miente”.

Llegó frisando ya los treinta, hace cuarenta ahora, después del trámite de la mili en Mallorca y casarse con una novia argentina para no dormir en el cuartel. “Me apeé en Atocha y aprendí que las malas compañías no son tan malas y que se puede crecer al revés de los adultos... Tal vez por eso mis canciones quieren ser un mapamundi del deseo”. La capital de ese atlas se llamaba Madrid: “elevada a la categoría de arte” en su obra, señala al hilo de su 70 cumpleaños su biógrafo Javier Menéndez Flores. Allá donde “nadie le pedía el carné ni le preguntaba el apellido ni cuánto dinero tenía”, “en esa patria de todos y de nadie, sintió que estaba su casa”.

Aquí llegó el niño de Jaén a reinventar el Nunca Jamás de la madrugada. En realidad, a cantar que no quedaba más salida que volver cada noche a la misma búsqueda, resistiendo como un pato en el Manzanares sediento de todo; confundiendo con estrellas las luces de neón. En un piso de la calle Tabernillas, en la Latina, estableció su primer atolón; pero donde la placa pone Tabernillas léase Melancolía. Ya por entonces decía querer mudarse al barrio de la Alegría, pero los hechos le vienen desmintiendo cuatro décadas. Empezó a cantar en un antro de la Cava Baja, La Mandrágora, junto a otros náufragos barbudos, Javier Krahe y Alberto Pérez. De entonces para acá todo es ya leyenda.

Y sin embargo Madrid no dejaba de ser, por mucha Movida que hubiere, un lugar donde también existen las oficinas, los lunes por la tarde, los lunes con guerra fría por desayuno. Había que rebelarse, bajar las persianas, apurar la noche anterior hasta la noche siguiente. Aunque ella tuviera que madrugar para precipitarse al metro (Tirso de Molina-Sol-Gran Vía-Tribunal), le podrían robar sus días; sus noches no. Aunque en una muerte con asalto a farmacia no hubiera épica alguna, una quinqui de Malasaña debía ser una princesa. Y un loco, desertor de Ciempozuelos, que sueña con dormir a la sombra de un león con la Cibeles (“un icono” esa canción, dice Iñaki Gabilondo), tendrá siempre más dignidad que todo el censo completo de los cuerdos.

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En 1990 contaba a Rosa Montero en este periódico que a partir de cierta hora de la noche (su hábitat natural durante años, cuando media ciudad tenías las llaves de su casa de Tirso de Molina) “cualquiera con el que te cruces es un golfo, y eso es muy excitante”. Pero el primer golfo de la noche infinita de Madrid era él. “Ha sabido hacer”, decía Montero, “de la más cruda sinceridad un arma seductora”.

El truco final del bombín era ése: la sinceridad implacable del impostor profesional; las más hermosas mentiras encerrando verdades como puños. A todos los niños que odiaban los espejos les iban a robar, antes o después, el mes de abril, malvendido en cualquier rincón del Rastro; pero qué más da: todo, en su voz de bucanero, parece siempre el cuento de nunca empezar. Las estirpes condenadas a cien años de soledad, o hipoteca, siempre tendrán una segunda oportunidad en la torre de babel de sus canciones: en todos los tejados sin dueño de la ciudad tras haberla perdido otra vez –a ella, la que sí madrugaba– en el trajín de la Gran Vía.

“Otoñales van mis años / por el río Guadalquivir, / maquillando el ceño huraño / de Madrid”. Superviviente, sí, Joaquín Ramón Martínez Sabina, nacido hace hoy 70 inviernos. La cofradía del santo derroche no se cansará de celebrarlo.

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