_
_
_
_
_

Nunca he probado chino

Lo visité por primera vez cuando no había salido del armario ante mi familia

Chenta Tsai Tseng
Restaurante chino Kung Fu en Madrid
Restaurante chino Kung Fu en MadridJaime Villanueva

En Torrevieja, cerca de un McDonalds con autoservicio, se alza un edificio de arquitectura china inspirado en la sala de la suprema armonía del Palacio Imperial. Un monumento exotificado por su entorno, sus rasgos, sus ornamentos, que imitan un regionalismo lejano. El palacio esconde un restaurante wok y un buffet libre, erigido incómodamente en mitad de la carretera, junto a la rotonda de la calle Escorpiones, rodeado de arquitectura moderna, carteles publicitarios de empresas inmobiliarias y hoteles de paso. Lo visité por primera vez cuando estaba conociendo a un chico en mi segundo año de carrera, cuando no había salido del armario ante mi familia y la única experiencia que había tenido era una relación ciberplatónica con un tal Jose, al que conocí en el chat de Terra a los 14 años. Y en qué momento.

Volviendo a este chico, al que llamaremos Miguel: le conocí en clase de Historia II y, si os soy honesto, nunca me fijé en él. Pero, como Clementine Kruczynski en la película de ¡Olvídate de mí! me atraía la idea de que alguien se hubiera fijado en mí. El peligro amarillo, la demonización y la ridiculización de los asiáticos del este, en la cultura y en los medios, había distorsionado la forma en la que me percibía a mí mismo y cómo entendía mis rasgos asiáticos. En otras palabras: tenía la autoestima por los suelos y me sentía indeseable.

El asiático cis-hombre —emasculado, afeminado, con el pene minúsculo— siempre evitado en aplicaciones de ligue por aquellos hombres homonormativos —no quiero debatirlo más: no son preferencias, es racismo—. Por todo ello, accedí a salir con Miguel: sentía que si no aprovechaba esta situación, no tendría más posibilidades de poder conocer a alguien.

Es gracioso cómo una historia que podría resultar muy personal, con el paso del tiempo, acaba siendo un hecho común para muchas personas racializadas: esa mirada fetichista hacia nuestros cuerpos y rasgos, hacia nuestra cultura.

En el caso de Miguel, después de nuestra primera cita descubrí que no salía conmigo porque sintiera atracción hacia mí sino porque le atraían los asiáticos. Mientras estaba en el buffet libre sirviéndome un plato de arroz tres delicias, él me seguía escribiendo por el móvil —“Jamás he probado chino, pero no me importaría”—.

A esto lo llaman el Yellow fever fetish, no confundir con la fiebre amarilla. Este fetichismo consiste en el interés, la obsesión o la preferencia hacia personas asiáticas. Y, cómo no, es problemático porque contribuye a una cultura de violencia (al igual que los chistes que vulneran a aquellas personas que han sido consideradas minorías, y por ello sí que siento que deberían existir límites en el humor, pero eso lo hablaremos en otro momento). En ese momento, dentro de un buffet, decidí no volver a verle más. “Jamás conocerás a otra persona que te quiera”, me dijo. Y yo, esperando al plato de wok en aquel palacio en Torrevieja, me sentía como el palacio mismo: un monumento exotificado, en mitad de la nada. Ahora soy un poco más consciente de que no ocupaba ese espacio porque quisiera, sino porque la sociedad me había colocado ahí.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_