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De compras en el súper

La jefa de Intendencia saca el material de la bolsa: "Lo único que falta es que te hayan dado el pescado con anisakis. Anda, anda, que Dios te lo manda. Qué desastre de tío”

Un trabajador repone productos en un supermercado de Madrid.
Un trabajador repone productos en un supermercado de Madrid.JAIME VILLANUEVA

Me ha tocado ir al mercado por orden de la jefa de Intendencia. Eso sí, antes me preguntó: “¿Oye, tienes algo que hacer?” Le podría haber contestado, como relataba nuestro desaparecido Arturo: “Lo siento, esta semana me toca visitar los bajos fondos de los madriles, o sea, ver cómo va eso del metro, sus olores, sus corrientes de aire, sus maquinitas expendedoras, sus usuarios de todo tipo y pelaje, algunos con prisas generadoras de violencia, sus apretujones en horas punta”. La semana pesada estuvimos atareados con lo textil, o sease, buscando cortinitas para la habitación por si vienen las nietas; y la semana anterior, con el sector lampista, a ver si encontrábamos grifos que hicieran juego con los de la ducha. Hoy me toca lo de la nutrición, sin olvidar la limpieza y sus alusiones publicitarias a compuestos de oxígeno y otros elementos de la ya olvidada tabla periódica.

En fin, otra más de las muchas obligaciones de los mediopensionistas jubilatas. Me da una lista detallada y manuscrita de productos. Presto a salir, una vez compuesto y arreglado según el dictado de la moda que ella impone, me recalca: “¿Llevas la cartera, las gafas, el móvil, las llaves? ¡El sombrero! ¡Que hay que ver cómo tienes la cabeza de manchas, que eres muy despistado! No te olvides. Y fíjate en las ofertas, que a veces funcionan. Pero que no te engañen.

Vuelvo del súper, algo cargado y, claro, cansado. Deposito el material en la mesa de la cocina y la jefa empieza a examinar los productos y la nota de precios, reiterando lo de siempre. “¡Qué barbaridad! Ojú, qué caro está todo. La próxima vez me vas a ir a otro sitio más baratito. Pero claro, si quieres comer como a ti te gusta, no hay más remedio que gastar dinero”.

A medida que va sacando el material de la bolsa, examinándolo y palpándolo minuciosamente, lo va calificando para al fin saltar, algo enfadada: “¡Ay, ay, por Dios, por Dios, lo que me ha traído! Para qué te habré mandado yo al súper. Lo sabía, lo sabía. Mira qué porquería de alcachofas, pero si están abiertas como abanicos; calla, calla, y las lechugas, si están casi florecías. Pues anda que el aguacate, un poco más y lo tenemos que tirar. La mitad va a la basura. Tú ya no vas más al súper, y menos solo. Ahora que cuando yo me encare al listo de Paco, tan gracioso él, se va a enterar, que se aprovecha cuando yo no voy para meterte la bacalá. Lo único que falta es que te hayan dado el pescado con anisakis. Anda, anda, que Dios te lo manda. Qué desastre de tío. Y no aprende. O no le da la gana de aprender, que es distinto”.

Sumisamente hago mutis por el foro mascullando para mí: “Bien Juanjo, bien. Sigue así. No olvides eso de ‘en una comunidad no muestres tu habilidad”. Pero dentro de un par de días o tres, a lo sumo, más de lo mismo. Con la esperanza de que ante tanta inutilidad, me exima de esas obligaciones cuyo cumplimiento deviene en regañina. Cariñosa, eso sí, pero de cansina, vejatoria. Y yo erre que erre, sin aprender.

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