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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ya no es autoengaño. Es engaño

Cuando los políticos intentan confundir y pretenden que su interpretación interesada y distorsionada de los hechos sea creída como una verdad, están corrompiendo la democracia

Milagros Pérez Oliva
Quim Torra y Carles Puigdemont en Waterloo.
Quim Torra y Carles Puigdemont en Waterloo.EFE/ Stephanie Lecocq

La manifestación de la Diada ha mostrado que el independentismo conserva su capacidad de movilización y aquellos que pensaban que disminuiría, están de nuevo frustrados. Han vuelto a confundir sus deseos con la realidad. El conflicto catalán sigue vivo y mientras no haya una propuesta digna de crédito sobre la mesa por parte del Gobierno español, no solo no amainará, sino que tendrá nuevas oportunidades de crecer.

En los últimos días, desde los dos polos del conflicto se alimenta la idea de que este comienzo de curso es algo así como una repetición del anterior. Por un lado, las palabras ambiguas de Torra amagando con una nueva fase de unilateralidad y desobediencia y por el otro, la inmediata reacción del PP y Ciudadanos pidiendo que se aplique preventivamente el artículo 155 de la Constitución, lo que es una aberración, pues de ninguna manera está contemplado que se pueda invocar con carácter preventivo. Unos hablan de “hacer efectiva la república” y los otros de tomar de nuevo el control de la Generalitat. Pero, aunque las palabras puedan sonar parecido, nada es igual. Los que piden mano dura están ahora en la oposición. Y, para los partidarios de la independencia, aquello que el año pasado podía parecer creíble, ha dejado de serlo.

Los muros que los manifestantes derribaron esta Diada siguen siendo simbólicos. Ahora saben que sus cálculos de hace un año fallaron y que la ventana de oportunidad que creían tener, está cerrada. El Estado español no era tan débil, la UE no estaba dispuesta a crear un precedente y, lo más importante, la mayoría electoral que respalda la independencia sigue siendo insuficiente. El año pasado la premisa era errónea pero creíble y la prueba de ello es el crédito que se le dio en la prensa extranjera, que llenó Barcelona de enviados especiales. Hubo autoengaño y contagio del autoengaño por esa distorsión cognitiva tan frecuente según la cual, en una situación de fuerte componente emocional se tiende a interpretar la realidad de la manera más favorable a los deseos y las creencias.

Pero si en septiembre de 2017 lo que pudiera ocurrir era una incógnita, ahora no cabe la menor duda. No se puede dejar de mirar cuando se han abierto los ojos. Por eso cuando Carles Puigdemont y Joaquim Torra siguen actuando como si todavía fuera posible la “independencia exprés”, ya no estamos ante unos dirigentes atrapados entre sus deseos y el temor a ser considerados traidores. ¿Con qué fuerza cuentan ahora que no tuvieran cuando fracasaron? Ninguna. Si eso es así, ¿cuál es su verdadera motivación para seguir manteniendo una ficción que de ningún modo pueden creerse?

Entre los sectores radicales del independentismo hay quien sostiene que el intento de crear la república fracasó porque no se hizo todo lo que se podía para defenderla una vez “proclamada” en el Parlamento el 27 de octubre. Las disonancias cognitivas pueden seguir alimentando este tipo de teorías. Pero cuando Puigdemont y Torra abonan ahora la vía unilateral y la desobediencia, ¿qué están diciendo exactamente? ¿Están diciendo que hay que hacer lo que no hicieron entonces, es decir, una ocupación insurreccional de las instituciones y los servicios estratégicos y una desobediencia civil generalizada? ¿Es de eso de lo que hablan? Pues si es así, que lo digan. Y si no es así, que dejen de jugar a aprendices de brujo. Porque ya no es que con su actitud fomenten el autoengaño. Es que están engañando.

En Verdad y mentira en la política, Hannah Arendt nos advierte de que cuando la política se desvincula de la verdad, corrompe la democracia desde dentro y convierte el poder en una máquina de destrucción. No se refiere a la verdad metafísica, sino a la verdad factual, la que se basa en el respeto por los hechos y permite una deliberación pública ajustada a la realidad. Quienes desde el poder desprecian la verdad, corroen la democracia. Arendt ya advirtió sobre los peligros que entraña utilizar la capacidad persuasiva de la propaganda para tratar de que la realidad se adapte a la teoría, de las consecuencias de supeditar la interpretación de los hechos a las propias creencias y de desentenderse de lo posible para sustituirlo por lo imaginado. Cuando los políticos intentan confundir y pretenden que su interpretación interesada y distorsionada de los hechos sea creída como una verdad, están corrompiendo la democracia. Y si cuando dicen defender una causa ilusoria lo hacen además para defender determinadas posiciones de poder, están incurriendo en un engaño deliberado.

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