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Café de Madrid

Espectros entrañables

El autor recorre el Madrid de los fantasmas que deambulan por la ciudad para siempre

J. F. H.

El hombre que se queda dormido en el primer asiento del autobús de la línea 61 con rumbo a Moncloa, cortando por Chamberí, murió en 1953 y se le concedió volver a este mundo con la condición de que no hable con nadie y no revele jamás el secreto que lo une a miles de fantasmas anónimos que deambulan por aquí ya para siempre, pues parece ser que la eternidad es no más que el viaje sin tiempo por los lugares donde uno llegó a sentirse feliz en vida.

Así la señora que se quedó con la moda a go-gó en la minifalda fucsia y el tenedor de libros decimonónico que lleva leontina con llaves inútiles al bambolear por las viejas calles del Barrio de las Letras. Lo sabe el camarero que lleva como delantal un mantel que fue blanco y la costurera recatada que va leyendo una novelita de amor en el último rincón de un vagón del Metro e incluso, los niños que van en carriola amarilla, gemelos con gafas y carcajadas sinónimas son en realidad ancianos que recién han vuelto de su repentina desaparición en 1897.

Tengo para mí que el conductor de un transporte eléctrico que suele rondar por el Madrid de los Austrias fue en un ayer de sepia el famoso asesino del tranvía de la calle Princesa y el rubio germánico que se desvive en silencio ante la ventana de una vieja cervecería en la plaza de Santa Ana llegó a ser en su tiempo uno de los más hábiles espías del Tercer Reich, hasta que lo asesinaron agentes secretos de la inteligencia británica en un páramo cercano a El Escorial.

Por lo mismo, la chica que me citó en el café del Círculo de Bellas Artes –aunque aparenta ser una estudiante contemporánea de la Universidad Complutense y asegura estar haciendo su tesis en literatura sobre el cuento latinoamericano—fue en realidad una cantante de boleros que llegó de México en 1945, enamorada de un banderillero que murió a consecuencia de una cornada en la plaza de Lisboa.

Se le ven las manos transparentes y, como sucede con todos los demás, no aparece en las fotografías que toman al vuelo los turistas de la mesa de al lado; habla con palabras que ya nadie usa y se queda mirando al vacío en medio de la conversación. Todos intentan ocultar la secreta condición por la que levitan y recorren Madrid a deshoras, sin imaginar que todos los demás también encarnamos de vez en cuando el antojo invaluable de volvernos espectros entrañables en medio de tanta conversación y tanto ruido.

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