Lisergia comedida
La banda del irredento Anton Newcombe revienta el aforo en su primera visita madrileña y ofrece dos horas muy serias, pero escasas de arrebatos
Los presuntos apóstoles del caos resultaron ser unos tipos aplicados en su trabajo y escrupulosamente puntuales a la hora de asentarse en escena. Apenas tres minutos pasaban de las nueve cuando asomaron anoche por el Teatro Barceló los siete integrantes de The Brian Jonestown Massacre, una de las bandas más genuinamente marcianas, o al menos anacrónicas, para las que hoy en día se puede adquirir un boleto. De no ser por el trasiego de móviles (que, para contarlo todo, fue muy llevadero), podríamos retroceder 45 años las manecillas sin que ningún testimonio sonoro sirviera para descifrar el engaño.
No es casualidad, claro, que BJM rindan tributo ya desde el nombre al primer ángel caído de los Rolling, ni que el ulular de ese órgano viejuno coloque clásicos stonianos como 2,000 light years from home o We love you en un lugar preeminente de la memoria. Olvídense de Malasaña; este jueves nos mudamos durante un ratito rico a San Francisco. Y entraban ganas de imaginar caleidoscopios, viajes interestelares e incursiones en la química recreativa, por más que todos nos comportáramos como unos chicos modositos.
Lo encantador del caso es que el público que ha propiciado el primer “No hay entradas” de la temporada anda en su mayoría por la treintena y, en consecuencia, ha tenido que documentarse sobre 13th Floor Elevators o The Electric Prunes mucho más por Google que visitando las habitaciones de los hermanos mayores. El mismo día en que Promusicae certificaba que una canción rijosa de Enrique Iglesias era la pieza musical más consumida en España a lo largo de 2016, un chaveta tan acreditado como Anton Newcombe culminaba su primerísima actuación en la capital. Ya iba tocando, veintitantos años después de que los Massacre echaran a andar y fuesen fagocitando a docenas de músicos en función de los inescrutables designios de su líder.
Fueron dos horas largas, sin el paripé de los bises (pese a las estruendosas peticiones) ni, aparentemente, la dosificación característica en tantas giras europeas. Newcombe se atrinchera en el extremo izquierdo de las tablas y, por aquello de dar la nota, asigna a su panderetero el puesto central. Pero el ogro indómito que retrata la leyenda se limita a contravenir la Ley Antitabaco y sacar pecho con su apego por la carretera. “No como los Beatles, que solo tocaron seriamente en directo entre 1963 y 1966. ¡Tres jodidos años!”, sentencia sin mucho rigor, pero por aquello de tocar las narices.
Que un público joven y documentado se embelese con este septeto bien puede guardar relación con Dig!, el documental aquel sobre la banda que arrasó en Sundance y corrió por las videotecas de los más sabiondos. 12 años después de aquella cinta, Anton Newcombe conserva el porte desaseado y ese rictus de aprecio muy relativo por sus congéneres, pero ejerce una razonable prudencia. Puede que sea la única objeción, de hecho, atribuible a su música. Con unos 15 discos a las espaldas y un par de ellos (Thirld world pyramid y Don’t get lost) para su publicación inminente, los BJM exhiben redundantes ruedas de acordes, guitarrazos espesos o un batería hiperactivo que corta los ritmos con maravillosos espasmos. Sin embargo, los arrebatos, incluso los delirios, son contados. Y en ausencia de eclosiones, hemos de conformarnos con una modalidad de lisergia extrañamente comedida.
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