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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La indefensión de las prostitutas

La persona prostituida es una víctima del explotador, pero casi siempre cómplice porque depende de él y de su impunidad

José María Mena

La prostitución es una realidad social que siempre ha producido posiciones contrapuestas que van desde su aceptación o su tolerancia, hasta su condena moral o penal. El desprestigio social de las personas que ejercen la prostitución es histórico. Quevedo, irónico y genial, pero misógino insoportable, hablaba de las “hermanitas de pecar”. La consideración de pecado acarreaba el menosprecio y la infamia para la prostitución, asumida como una realidad inconfesable aunque incontenible.

Mientras el Tribunal Europeo de Justicia reconocía en 2011 como actividad económica lícita a la prostitución ejercida de manera libre e independiente, el Parlamento Europeo declaraba en 2014 que la explotación de la prostitución, incluso voluntaria, constituye una violación de la dignidad humana y es contraria a los derechos humanos y a la igualdad de género. Esta relativa contradicción se refleja en las leyes de distintos países. Algunos prohíben penalmente la explotación. En Suecia se castiga la simple clientela. En Holanda la prostitución “en escaparate” es objeto de regulación municipal.

La ley española es ambigua, castiga severamente el proxenetismo , pero permite administrativamente los macro-prostíbulos. En Cataluña, un decreto de la Generalitat de agosto de 2002 regula la prestación de servicios de naturaleza sexual en locales de pública concurrencia como actividad ejercida de manera libre e independiente a cambio de una contraprestación. Y ahora, Albert Rivera nos sorprende aduciendo razones tributarias para legalizar el comercio de la prostitución. Según el informe del Parlamento Europeo, prácticamente la totalidad de las personas prostituidas corresponden a los sectores sociales más deprimidos, en un 90% “sin papeles” y procedentes de países pobres, y en más del 80% habiendo sufrido, antes de prostituirse, violencias sexuales, violaciones, incestos o pedofilia. En tales condiciones, la aceptación de esa dedicación difícilmente es plenamente voluntaria y libre.

La persona prostituida es una víctima del explotador, pero casi siempre una víctima cómplice, porque depende de él, de la prosperidad de su negocio y de su impunidad. Por eso ante los jueces ellas frecuentemente declaran que su actividad era libre, dificultando la prueba de su explotación sexual y la consecuente condena.

Una sentencia de un Juzgado Social de Barcelona reconoció el derecho a la seguridad social a mujeres que ejercían la prostitución

Una sentencia, de 18 de febrero de 2015 de un Juzgado Social de Barcelona reconoció el derecho a la seguridad social a mujeres que ejercían la prostitución en el local de una empresa, de forma estable, con sus horarios y retribuciones. Otra sentencia, de una sección penal de la Audiencia de Barcelona del 27 de mayo de 2014 había condenado severamente como autores de un delito de explotación de la prostitución a los propietarios y administradores de unos conocidos hoteles-prostíbulos.

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Ambas sentencias son ejemplares por su altura técnica, cívica y ética, por la extensión, claridad y profundidad de sus razonamientos, por el abrumador análisis de las disposiciones españolas e internacionales en que se basan, y por la cuidadosa prioridad que otorgan a la libertad y dignidad de la mujer, cuya tutela judicial asumen por igual una y otra resolución. A primera vista, sin embargo, parecen dos sentencias contradictorias. Una legalizaría la práctica empresarial del comercio de la prostitución. Otra la condenaría penalmente.

La severa sentencia de la Audiencia de Barcelona declaró probado que los condenados captaban a mujeres extranjeras en situación irregular, controlaban su documentación, gestionaban su dinero, las mantenían en situación de subordinación y acuartelamiento con control de sus entradas y salidas, de su actividad y su salud sexual. La ausencia de libertad de decisión de estas mujeres, su explotación sexual, en este caso, era irrefutable.

El juez que reconoció derechos laborales a las personas que ejercían “libremente” la prostitución era titular de un Juzgado Social. No tenía facultad legal para condenar penalmente. Justificando su decisión afirmaba que mientras el Estado español siga ofreciendo una práctica cobertura legal al proxenetismo, por reglamentación administrativa o por la difícil condena penal, sin ofrecer cobertura legal a la persona prostituida, se seguirá agravando el atentado a la dignidad de esta, a su libertad personal y sexual.

Su reconocimiento del derecho a la seguridad social de las mujeres prostituidas no implica una contradicción con la necesaria condena del proxenetismo industrializado. Tampoco pretende dignificar el negocio prostibulario ni ignorar la explotación. Pero argumenta que en los casos en que los jueces no puedan ofrecer la protección penal a las víctimas de la prostitución, aunque sean víctimas cómplices, al menos deberán ofrecerles el reconocimiento y la tutela de sus derechos, porque lo que no es admisible es condenar a las personas prostituidas a permanecer en un limbo jurídico que es la antesala de la degradación y de la total indefensión

Josep Maria Mena fue fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña

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