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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El puerto de las brumas

Se entiende poco que el presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, no haya forzado aún la dimisión de Rafael Aznar

A pesar de estar en una de las ciudades más luminosas del planeta con sus más de 300 días de sol al año, el puerto de Valencia vive permanentemente invadido por una densa niebla artificial. Un espeso banco de nubes bajas impide saber lo que se cuece en los despachos que gobiernan los muelles de este auténtico puerto de las brumas.

El pasado verano, un juzgado de Valencia abrió una causa contra el presidente de la Autoridad Portuaria de Valencia, Rafael Aznar, al que la fiscalía investiga por la comisión de presuntos delitos de malversación y prevaricación que pueden superar los 40 millones de euros, supuestamente urdidos a través de Valencia Plataforma Intermodal, una empresa fuertemente participada por el propio puerto. También se investiga a otros tres directivos portuarios. Desde entonces, se ha sabido que el juez ha ordenado diligencias para indagar sobre el cobro de sobresueldos de 77.000 euros (el sueldo oficial de Aznar supera los 200.000 euros al año); así como sobre aportaciones a diferentes fundaciones o entidades por un importe aproximado de 400.000 euros, la compra de unas gafas por 27.000 euros, el gasto de 59.000 euros en cestas de Navidad; y el pago de 300.000 euros en gastos médicos y de farmacia, entre otras gollerías. La causa sigue abierta sin que Aznar haya sido formalmente imputado, pero las diligencias judiciales perfilan un rosario de irregularidades plagado de misterios, gozosos para algunos, dolorosos para las arcas públicas y en cualquier caso, nunca luminosos. Unos misterios a los que hay que sumar la letanía de multas impuestas el pasado mes de octubre por la Comisión Nacional de la Competencia (CNC), que sancionó por un total de 43 millones de euros a varias asociaciones de transporte de mercancías del puerto, así como a tres empresas concesionarias y a la propia Autoridad Portuaria de Valencia, por pactar precios y restringir la oferta de prestaciones de servicio en este portentoso puerto de las brumas. Si a estos oscuros tinglados añadimos la merma de actividad comercial registrada en los últimos meses —y la consiguiente pérdida en favor del puerto de Algeciras del liderazgo peninsular en el tráfico de contenedores— se entiende poco que el presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, no haya forzado aún la dimisión de Rafael Aznar. Porque, a pesar de que el nombramiento del presidente de la Autoridad Portuaria corresponde formalmente del Ministerio de Fomento que dirige Ana Pastor, en la práctica ha sido el barón autonómico de turno quien ha acabado imponiendo a su candidato.

Con todo y con eso, la crisis abierta en el puerto de Valencia debería llevar a una reflexión sobre su gobernanza, que permitiera distanciar la gestión de los poderes fácticos que ahora manejan lo que allí sucede y posibilitara que, como cualquier otra institución pública, estuviera sujeta a unos mínimos mecanismos de control democrático. Han pasado más de diez años desde que el puerto de Valencia destruyera la huerta de la Punta. Centenares de familias fueron entonces despojadas de casas y medios de subsistencia, para construir, con decenas de millones de euros públicos, una zona de actividades logísticas. A día de hoy sigue sin funcionar. Y lo que es peor, a la ciudadanía no se le ha dado una mínima explicación de semejante despropósito.

 

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