La seducción silente
La londinense Anna Calvi parece mujer de contrastes Parca en el trato con el público pero inequívocamente apasionada a la hora de ejecutar su repertorio
La londinense Anna Calvi parece mujer de contrastes. Parca en el trato con el público pero inequívocamente apasionada a la hora de ejecutar su magnético repertorio. Capaz de comparecer en el Teatro Lara con una refulgente blusa roja y adoptar una pose cabizbaja, como debatiéndose entre la timidez y la relevancia. Ambivalente en los súbitos saltos de fuerte a piano, acaso más impostados de lo debido, que caracterizan Suzanne and I. Ese fue el tema con el que, a solo un cuarto de hora de la medianoche, la Calvi comenzó anoche a saciar las ansias de un público que había pulverizado las entradas muchos días atrás.
¿Lo más grande que ha sucedido desde Patti Smith? Conviene llamarse Brian Eno y haber escrito Music for airports para convertir esta boutade en lema y no en hipérbole disparatada, pero resulta indudable que Anna aúna personalidad, riesgo, recursos para lo inesperado: más aún cuando cambia intensidad por matiz (Sing to me) y cada sílaba adquiere trascendencia. Es, de paso, cuando mejor disfrutamos de la cuarta y casi subrepticia integrante de la banda, responsable de los instrumentos menos convencionales (armonio, vibráfono, cimbalón) pero a veces sepultada en las mezclas.
Es difícil dar por válido el axioma de Eno porque nuestra protagonista le debe demasiado a P. J. Harvey, un nombre bastante posterior al de la autora de People have the power. Pero hay una Calvi sustancialmente distinta en cada entrega, y eso convierte su paso por escena en un silente ejercicio de seducción. Así surgen los inesperados estallidos guitarreros en Cry (sí, nuestra joven es también muy notable instrumentista), el carácter tenebroso y sombrío de First we kiss (¿una versión femenina de Nick Cave?), el latido casi blues que insufla vitalidad a I ll be your man, el fabuloso ensimismamiento instrumental de Carry me over. Y, sorpresa, la versión desnuda y despiadada de Fire, que en manos de Bruce Springsteen resultaba mucho más traviesa.
Por cierto, las grandes artistas también se distinguen por escoger bien a sus teloneros, y el de I Have a Tribe sirve como ejemplo paradigmático. El barbado músico irlandés es hombre de repertorio tristón y voz temblorosa, interesante con la guitarra y fantástico al piano, que aborda valses o nanas con las que el sueño no parece gozosa conquista, sino alivio pasajero frente a nuestras aflicciones cotidianas. El timbre mejora a Scott Matthew y puede recordar a Chris Garneau, y sus finales suspensivos se convierten en mágicos interrogantes.