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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La doctrina Brandt

Quizá el problema esté en que Francisco Camps es precisamente Francisco Camps tras dejar el cargo

“¿Tenía que dimitir? No, la dimisión no era forzosa, aunque entonces ese paso me pareció inevitable. Tomé en serio mi responsabilidad política, quizá demasiado literalmente. De hecho, cargué con muchas más cosas de las que era responsable”. Willy Brandt dimitió como canciller de Alemania Federal en mayo de 1974, días después de la detención de uno de sus asesores personales, Günter Guillaume, como espía al servicio de la República Democrática Alemana. La noticia fue un mazazo, aunque Brandt era consciente de que hacía un año que se investigaba la sospecha que recaía sobre su ayudante. El espionaje de la Alemania comunista sobre el líder de la Alemania occidental que más había hecho por desbloquear las relaciones entre una parte y otra del telón de acero condujo a su dimisión, lo que muchos aprovecharon para hacer escarnio. Con el tiempo, el episodio se ha convertido en un ejemplo muy citado de la asunción de responsabilidades políticas desde la integridad. Brandt, al fin y al cabo, no era culpable de que uno de sus subordinados fuera un traidor.

El ambiente enrarecido tras estallar el escándalo, confesó el político en sus memorias, con intoxicaciones incluso sobre supuestos escarceos amorosos que le afectaban, debilitaron la capacidad de resistencia de Brandt. Así lo reconoció. Pero no para exculparse, sino para reafirmar su decisión. “No puedo decir que el poder me asqueara, como conjetura Günter Grass en El rodaballo”, escribió a finales de los años ochenta. “Egon Bahr [ministro del Gobierno federal entonces] dijo que hubiera sido insensato querer hacerme cambiar de opinión. O me había decidido ya definitivamente, o no tenía fuerzas para soportar el conflicto. Ambas cosas son correctas, y añado: de haber gozado de la condición física y psíquica de años posteriores no hubiera dimitido, sino que hubiera hecho limpieza donde había que hacerla”. Brandt se refería a que un comité reunido por el Gobierno había dictaminado que, según la ley, “el canciller federal era el primer responsable político, sin embargo, su dimisión —presumiblemente más inducida que motivada por el caso— no era necesaria”. El dictamen añadia que la dimisión por el incidente, “debido a atascos y fallos de funcionamiento de nivel medio”, estaba fuera de las expectativas de la opinión pública. Y con todo, dimitió. Porque Brandt no leyó los consejos como un salvoconducto sino como la confirmación de su responsabilidad.

Rodeados como estamos de escándalos que afectan, a menudo mucho más directamente, a cargos públicos, aquel ejemplo de Brandt, que ha hecho escuela en el comportamiento de los políticos alemanes, debería resultar pertinente, haber sentado doctrina y no parecernos una historia de ficción política. Claro que Brandt fue un gran político socialdemócrata y uno de los grandes estadistas de Europa. Quizá el problema esté en que Francisco Camps es precisamente Francisco Camps tras dejar el cargo. ¿Qué es Carlos Fabra ahora mismo? ¿Y quién sería Rafael Blasco si dejara su escaño? Por no hablar de Milagrosa Martínez, de Luis Díaz Alperi o de Sonia Castedo. ¡Qué gran servicio haría José Blanco, tras ser imputado por un caso de corrupción, a la coherencia de los socialistas si imitara a Brandt, que nunca fue imputado! ¿O pesa en su ánimo la duda de qué quedará en la historia de aquel ministro de Fomento que Zapatero puso al frente del PSOE? ¿A qué quedará reducido Alberto Nuñez Feijóo si abandona la presidencia de Galicia porque sus lecturas de periódicos y sus conocimientos de geografía no le llegan para saber si se fue de excursión a Andorra o a los Picos de Europa con un narcotraficante?

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