Desde antiguo el ser humano ha explotado los recursos de la tierra para extraer de ellos materiales para múltiples usos, pero también otros por simple capricho estético: el oro, otros metales preciosos o los diamantes forman parte de la industria del lujo, artículos destinados a la mera exhibición o a la inversión económica. Pero el coste ambiental y climático de estos materiales nos lleva a cuestionarnos si deberíamos seguir pagando ese precio por ellos, cuando no cumplen una misión práctica necesaria. Lo mismo se aplica a las piedras preciosas. Y, al menos, a la hora de elegir, un consumidor concienciado podría preguntarse: ¿alguna de ellas es más sostenible que otras?
La denominación de piedras preciosas es muy amplia, aunque tradicionalmente suelen considerarse tales solo los diamantes, esmeraldas, rubíes y zafiros; el resto, las piedras semipreciosas, comprenden una gran variedad que no solo incluye minerales o rocas, sino también materiales de origen orgánico como las perlas, el azabache (un tipo de carbón) o el ámbar (resina fosilizada). El conjunto comprende más de 100 variedades de piedras obtenidas en más de 50 países. Lo único que tienen en común, aparte de su durabilidad, es su valor estético, que justifica su uso para fabricar joyas y otros objetos de lujo. Su denominación tampoco se corresponde con su valor, ya que algunas piedras que no entran en la consideración clásica de “preciosas” son muy caras por su rareza.
Un ejemplo es la painita, descubierta en 1957 en Birmania y que puede alcanzar los 60.000 dólares por quilate (0,2 gramos), varias veces más que el diamante. Antes de este siglo solo se conocían tres de estas piedras. Y aunque la minería reciente ha comenzado a obtener miles de ellas, su rareza no es solo en abundancia, sino también geológica, ya que el circonio y el boro que contiene no suelen hallarse asociados en la naturaleza.
La clave del problema: la minería
En el caso del descubrimiento de la painita, como en otros muchos, los ríos arrastran minerales que son recogidos. Pero después llega la minería, y es aquí donde las piedras preciosas y semipreciosas se convierten en una agresión para el medio ambiente que además suele conllevar un gran coste social. A diferencia de los diamantes, la gran mayoría de la minería de piedras preciosas, un 80%, se realiza a pequeña escala y de forma artesanal en países en desarrollo, a menudo de forma no regulada y sin control.
Aunque los expertos suelen señalar que la minería de las piedras preciosas no contamina químicamente tanto como la de los metales, los perjuicios son innegables. Según los autores Jose Antonio Puppim de Oliveira y Saleem Ali, que han investigado la minería brasileña de esmeraldas —un ciclosilicato de berilio con trazas de cromo o vanadio que le confieren su color verde—, y a pesar de que su extracción no utiliza materiales tóxicos como el mercurio en la minería del oro, esta actividad causa “deforestación extendida, erosión de minas abandonadas, y contaminación del suelo y de las corrientes de agua”. Y aunque su precio puede superar al del diamante, incluso con impuestos bajos para favorecer la actividad, los beneficios económicos se quedan en la cima de la cadena de producción; la minería atrae inmigración en busca de trabajo, pero las condiciones laborales y de vida son miserables.
Problemas similares afectan a otras regiones del mundo. En Madagascar, donde la minería ilegal de zafiros ha absorbido decenas de miles de trabajadores hasta convertirse en la segunda mayor fuente de empleo después de la agricultura, el 90% de los bosques que sirven de hábitat a los lémures se ha perdido por la deforestación debida en buena parte a esta actividad. En Sri Lanka, uno de los grandes productores mundiales de piedras preciosas desde hace al menos 2.500 años, esta minería ha causado “pérdida de fertilidad para actividades agrícolas, conflictos en el uso de la tierra, destrucción del paisaje, pérdida y erosión del suelo, deforestación y destrucción de fauna y flora”, según investigadores de la Universidad de Sri Jayewardenepura.
Casos parecidos se han documentado en una región de Kenia donde se extrae la tsavorita, una rara y preciada variedad de granate de color verde. A ello se unen los conflictos sociales y humanitarios, como en el caso de los rubíes birmanos que han sostenido las dictaduras militares. En ocasiones, la minería descontrolada causa corrimientos de tierras que cuestan vidas humanas, como ha ocurrido varias veces en Myanmar.
Piedras sintéticas y recicladas
En líneas generales, no parece existir una recomendación universal sobre qué piedras son más sostenibles que otras; el de las gemas es un sector que aún permanece poco estudiado en su conjunto, por lo que hay una carencia de datos generales que los expertos tratan de suplir con nuevas investigaciones. Como en el caso de los diamantes, la industria aboga por las fuentes éticas y sostenibles, y algunas compañías de venta al público dicen ceñirse a dichas fuentes e insisten en la trazabilidad, por lo que no todos los casos merecen el mismo juicio.
Pero dado que el 95% de la huella de carbono de las joyas se concentra en la minería, mientras que solo el 5% restante corresponde a la fabricación, una alternativa para reducir este impacto son las piedras sintéticas. La industria minera y los laboratorios pugnan por defender la factura ambiental de sus actividades respectivas, pero suele aceptarse que las piedras sintéticas reducen la huella hídrica, energética y de carbono, con un precio menor y sin impacto en los ecosistemas. Pese a todo, hay matices: la fabricación de piedras también consume productos de minería, sus elementos constituyentes, y la diferencia en las emisiones entre un laboratorio alimentado por energías renovables y otro cuya electricidad procede del carbón, como ocurre en India, puede ser de 17 kilos de CO2 por quilate pulido a 260. Finalmente, otra opción es la joyería de segunda mano o de piedras recicladas, una oferta en auge.
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