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La doble revolución del arte colombiano

Los artistas más jóvenes continúan una tradición de compromiso social y político incorporando en su obra las inquietudes de los movimientos de liberación de mujeres, negros, indígenas y homosexuales

Montaje de la muestra 'Vidas robadas', de Doris Salcedo, en el Espacio de Arte y Memoria Fragmentos, proyectado por la artista para el Museo Nacional de Colombia.
Montaje de la muestra 'Vidas robadas', de Doris Salcedo, en el Espacio de Arte y Memoria Fragmentos, proyectado por la artista para el Museo Nacional de Colombia.Anadolu Agency (Anadolu Agency via Getty Images)

A diferencia de otras tradiciones artísticas latinoamericanas cuyo rostro más conocido ha sido el arte geométrico y cinético (Venezuela, Brasil o Argentina), el arte colombiano ha desarrollado, a lo largo de los siglos XX y XXI, una extraordinaria predilección por los temas sociales y políticos. Si bien resulta imposible desconocer la vocación vanguardista, social y libertaria de los artistas geométricos latinoamericanos de los años 40 y 50, su compromiso con las causas sociales no siempre resulta evidente para el espectador desprevenido de los museos, que suele concentrarse en formas y colores. En contraposición, desde la década de 1930, los artistas colombianos se han decantado por la representación crítica de la política, la naturaleza, los medios de comunicación y la sociedad, y se han propuesto develar el detrás de cámaras de lo que parecen serenas montañas y llanuras, una apacibilidad sospechosa que hechizó a la generación precedente de pintores paisajistas. Incluso, escultores geométricos de los años 50, aparentemente puristas, como Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, vindicaban las geometrías prehispánicas y empatizaban con el problema de la tierra y del indio: para ellos, no sólo era un asunto de escuadra y compás.

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Algunos historiadores han buscado entender esta predilección. Quizá la explicación más plausible sea que la realidad nacional del siglo XX (mediada por la guerra, la tenencia de la tierra, la desigualdad, la corrupción o la marginación social) ha sido tan problemática, que resulta imposible, para los espíritus sensibles de artistas y poetas, sustraerse de ella. Por esto, en el arte colombiano nació una larga tradición política y crítica que se mantiene intacta hasta hoy. De esta, si bien la representante más conocida internacionalmente es Doris Salcedo, ganadora del Premio Velázquez (2010) y con una intervención en el Palacio de Cristal (2017), ella es sólo la punta del iceberg de un enorme grupo de artistas que, desde 1930 hasta hoy, han puesto en discusión la realidad política del país a través de imágenes, objetos y palabras.

Una de las estrategias de estos artistas ha sido intervenir sobre lo local en clave cosmopolita (y hacerlo con humor). Esto es visible en la obra temprana de Fernando Botero, en los años 50 y 60, en las que se apropia de Diego Velázquez y Leonardo Da Vinci, en sus series de niños de Vallecas y monalisas. También es palpable en los años 70, cuando la artista Beatriz González elabora serigrafías sobre cortinas de casa ironizando con la imagen del presidente de la República: a la vez que nos habla sobre un momento concreto (el gobierno represivo de Julio César Turbay, entre 1978 y 1982) y sobre la vida doméstica de la clase media colombiana, lo hace subvirtiendo las estrategias del pop anglosajón, que ahora será “popular”, cursi y calculadamente torpe. Estas estrategias críticas aparecen también en Bernardo Salcedo, Álvaro Barrios, Antonio Caro y Miguel Ángel Rojas, y se han vuelto una de las señas distintivas del arte actual en el país (al menos del más interesante).

El giro negro e indígena

Entre 2000 y 2020, las demandas de distintos movimientos sociales han reverberado en el arte de Colombia. El arte actual ha buscado dar una respuesta vital a las inquietudes sembradas por los movimientos de liberación de mujeres, negros, indígenas y homosexuales. Hasta la década de 1990, esta democratización ocurrió con dificultades y la escena bogotana solía ser acusada de centralista, clasista y racista. Por ejemplo, el arte producido por personas indígenas, negras y mestizas solía asociarse estrictamente a lo “popular”, lo “artesanal” o a la “baja cultura”, en oposición a los artistas reconocidos, afincados en Bogotá, con frecuencia hombres blancos, de clase alta y con acceso a las instituciones culturales. Estos últimos encarnaban la “alta cultura” o los artistas “en pleno derecho”. Las instituciones culturales estaban dominadas, con cargos vitalicios, por mujeres muy cercanas al poder político y económico.

Un hecho significativo de los últimos veinte años es la emergencia de artistas (mujeres y hombres) indígenas, negros y mestizos que, si bien han podido recibir educación universitaria en las grandes ciudades, están comprometidos con sus comunidades e historias; aunque han aprendido las estrategias de representación del centro (conocen perfectamente el arte contemporáneo), también tienen las suyas propias; no son provincianos, tienen la óptica del mundo, han leído y viajado; han vivido la violencia, son testigos, no espectadores externos que vienen a apropiarse de historias que no conocen; en sus obras no hay el pintoresquismo o la exotización que a veces el centro espera de los márgenes; suelen trabajar a través del performance, la fotografía, la instalación, el video y el arte textil, alterando el orden de prioridades del mercado; y, desde sus perspectivas, ponen en discusión un abanico de problemas sociales y políticos sin el filtro de la academia más ortodoxa y sin los viejos prejuicios de las instituciones del epicentro político. Este es el caso de artistas como Julieth Morales, Liliana Angulo, Astrid González, Jean Carlos Lucumi, Edinson Quiñones, Nelson Fory, Fabio Melecio Palacios o Jaideber Talaga.

'Lágrimas y peces' (1997), de Beatriz González, en la colección del Banco de la República de Colombia.
'Lágrimas y peces' (1997), de Beatriz González, en la colección del Banco de la República de Colombia.Beatriz González

Algunos museos han acompañado el proceso: la Colección de Arte del Banco de la República, el Museo Nacional de Colombia, el Museo de Antioquia o el Museo de Arte Moderno de Medellín, han estado abiertos a incluir estas producciones en sus exposiciones temporales o permanentes, superando así la discusión bizantina entre “arte” y “artesanía”, entre “alta” y “baja” cultura, o entre “arte comprometido” y “arte”. Y precisamente, en este mestizaje, en esta confluencia de tradiciones y rompimiento de prejuicios, se ha enriquecido el arte del país.

El giro feminista y queer

En el caso de las artistas la tradición es larga y poderosa. Hasta la década de 1960, ya estaban Débora Arango, Hena Rodríguez, Josefina Albarracín, Carolina Cárdenas, Alicia Tafur, Cecilia Porras, Lucy Tejada, Feliza Bursztyn y Judith Márquez, quien editó Plástica (1956-1960), una revista de arte que dedicó una buena parte de sus columnas a artistas mujeres. Sólo durante los últimos veinte años se dio el proceso de revaloración de estas artistas por parte de la crítica y la historia. Débora Arango pintó Esquizofrenia en el manicomio en 1940, en la que, haciendo una lectura entrelíneas, podríamos suponer que representa a una mujer lesbiana encerrada en un hospital psiquiátrico: la sufriente figura central, semidesnuda, aparece rodeada de pornografía femenina. Y Hena Rodríguez era abiertamente lesbiana desde la década de 1920: era criticada por vestir de pantalón y sombrero, y casi toda su producción alude al cuerpo femenino.

Pero una nueva explosión de inquietudes feministas ocurre sólo hasta la década de 1980, con María Teresa Hincapié o María Teresa Cano, quien en su serie Calor de hogar (1983) imprimió con calor la silueta de una plancha sobre retazos de tela blanca, aludiendo al rol social de las mujeres, jugando con la idea de aparición de la virgen, el arquetipo de la femineidad conservadora. De esta tradición libertaria son herederas María José Arjona, Nadia Granados y Angélica Teuta, cada una con sus miradas, por poner unos pocos ejemplos. Por su parte, una primera explosión queer ocurrió en la década de 1970 con Miguel Ángel Rojas, Félix Ángel, Álvaro Barrios, Michel Cardena y Éver Astudillo (cuyo trabajo habrá que articular con el Grupo de Cali: Óscar Muñoz y Fernell Franco). Pintores como Luis Caballero y Lorenzo Jaramillo hicieron explícitas en sus pinturas los encuentros sexuales entre varones; y, desde los años 80, David Lozano (Ulises, 1989), Wilson Díaz (Sementerio, 1994-1997) y Fernando Arias (Seropositivo, 1994), han construido una serie de trabajos alrededor de la crisis del sida.

Durante las últimas dos décadas han sido revaloradas estas trayectorias y han aparecido nuevas formas beligerantes de aproximarse a los roles de género, al cuerpo y a las disidencias sexuales. La performer trans Madorilyn Crawford actuó en espectáculos travestis desde 1990, jugando con las imágenes de Madonna y Cindy Crawford. En los últimos veinte años, en compañía del artista Manu Mojito, han hecho varios performances colaborativos y series fotográficas alrededor de las condiciones de vida de las personas trans. Esta relación entre arte y vida también está presente en las acciones de la Red Comunitaria Trans, con Daniela Maldonado a la cabeza.

Hay otros giros que habrá que revisar más adelante: el giro hacia la revisión crítica de la historia (José Alejandro Restrepo, Nadín Ospina y Carlos Castro) y el giro ecológico (Jonier Marín, Alicia Barney y Clemencia Echeverri). En esta época, en la que la covid parece haber dado sepultura definitiva al siglo XX, los reclamos sociales postergados y los gritos de libertad se hacen más audibles que nunca. El arte jamás podría quedarse callado.

Halim Badawi es crítico de arte y autor de Historia urgente del arte en Colombia (Bogotá: Crítica, 2019).

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