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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Cuento de Mao y el mantero

Hoy los libros de Mao son rarezas desaparecidas de las librerías (salvo el de las ‘Citas’, que se vende como simpático suvenir de época)

La actriz Anne Wiazemsky, en la película 'La chinoise' (1967), de Godard.
La actriz Anne Wiazemsky, en la película 'La chinoise' (1967), de Godard.
Manuel Rodríguez Rivero

1. Rojeces

Iba yo paseando en plan flâneur por Atocha y reparé, a ras de suelo, en un mantero que, en vez de falsos pradas o vuittones, exhibía docenas de libros usados. Lo de siempre: libros astrosos y desguazados de la colección Reno (Plaza & Janés), algunos antiguos finalistas de los premios Planeta sin su camisa, ejemplares sobadísimos de la colección Biblioteca Básica Salvat (años 1969-1973), etcétera. Entre todos me llamó la atención, por su portada naranja con el medallón del Gran Timonel, las Cuatro tesis filosóficas, de Mao Tse-Tung (hoy Mao Zedong), publicadas por Anagrama en 1974 (aprovechando por cierto la traducción gratuita del Instituto de lenguas extranjeras de Pekín), cuando Jorge Herralde, como muchos de nosotros, ardía de puro rojo más o menos burgués. En aquellos años, las librerías mostraban toda la gama de rojeces y negruras teóricas de la izquierda revolucionaria (incluyendo a los consejistas, tan rojinegros). Hasta mi adorado Godard logró mezclar su fascinación por Anne Wiazemsky (por ella hasta yo me habría hecho maoísta) con su devoción por el Mao de la Revolución Cultural (La Chinoise, 1967). Hoy los libros de Mao son rarezas desaparecidas de las librerías (salvo el de las Citas, que se vende como simpático suvenir de época). Incluso los nuevos marxistas-leninistas, como Roberto Vaquero, líder del partido Reconstrucción Comunista —y muy aficionado a la saga de ciencia ficción Dune (DeBosillo), de Frank Herbert—, ha expresado su desafección del maoísmo en su libro Desmontando a Mao: cuestiones sobre un revisionista (Universidad Obrera), al tiempo que su partido sustituía en su logo pentacabezón (los otros cuatro: Marx, Engels, Lenin, Stalin) la efigie de Mao por la de Enver Hoxha, que ese sí que era el bueno. El mantero, que debía de tener mi edad, me lo dejó por un euro, mientras sonreía con algo parecido a una vaga complicidad. Lo adquirí no por el texto, sino porque el prologuista, el biólogo y traductor Joan Senent-Josa, un histórico antifranquista entonces admirador de Mao, agitó en mi memoria una oleada de recuerdos y alguna casposa nostalgia. Su prólogo, muy de su época, contiene una frase que no me resisto a transcribirles: “Estos textos filosóficos de Mao (…) supusieron además un enriquecimiento considerable de la teoría del materialismo dialéctico, en particular en lo referente al concepto de contradicción, núcleo de la dialéctica”. Quod erat demonstrandum.

2. Pessoa

Retrato de juventud de Fernando Pessoa.
Retrato de juventud de Fernando Pessoa.

Conocí a Alvaro de Campos, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, antes que a su creador. Fue hace muchísimos años, gracias a la estupenda Antología de Álvaro de Campos del inolvidable José Antonio Llardent (Editora Nacional, 1978). De hecho, cuando lo conocí, Alvaro de Campos estaba mirando por la ventana de su habitación mientras se decía: “Hoy estoy dividido entre la lealtad que debo / al Estanco del otro lado de la calle, como cosa real por fuera / y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro”/; ese Álvaro de Campos del extraordinario poema ‘Estanco’ (Tabacaria, enero de 1928), pesimista y desencantado, fue el primero de mis Pessoas, mi descubrimiento de uno de los poetas más grandes del siglo pasado. Si no se domina el portugués, a Pessoa conviene leerlo en buenas ediciones bilingües, como la que viene traduciendo y anotando el incansable Juan Barja para la editorial Abada, y cuyo volumen X, dedicado a los Ortónimos de los años 1914-1917, se ha publicado recientemente. La obra que dejó Pessoa es enorme: después de su muerte se encontraron en un arcón más de 25.000 papeles suyos que cambiaron para siempre la valoración del poeta. Sobre los muchos Pessoas (heterónimos) que fue Pessoa, sobre su pensamiento político (una tremenda mezcla de conservadurismo “revolucionario”, antiparlamentarismo y aristocratismo imperialista), sobre su vida amorosa, su interés por la astrología y el ocultismo —incluida su relación con Alistair Crowley (protagonista con otro nombre de la novela El mago, de Somerset Maughan, 1908)— ya contábamos con Extraño extranjero (Alianza, 1999), una buena biografía de Robert Bréchon. Ahora se acaba de publicar en EE UU (Liveright) la monumental (1.000 páginas) Pessoa (1888-1935), de Richard Zenith, uno de los grandes especialistas mundiales y traductores del poeta portugués, que se ha esforzado, sobre todo, en contrastar su existencia mundana, más bien monótona y poco interesante, con su exuberante vida intelectual. Deseando estoy echarle el ojo.

3. Edición

No he leído en la prensa española ningún obituario o noticia acerca del fallecimiento, el pasado día 4, de David Whitaker que, además de ser durante muchos años presidente de la editorial familiar J. Whitaker and Sons, y editor de la prestigiosa revista profesional The Bookseller, fue el verdadero inventor del Standard Book Numbering (SBN), que cuando se hizo internacional se convirtió en el ISBN, el único e imprescindible identificador universal de cada libro o, para entendernos mejor, la huella dactilar que hace que cada libro publicado en el mundo pueda ser buscado, encontrado o pedido en todos los países. El sistema fue introducido en Reino Unido en 1967 y su éxito y eficacia hizo que su uso se extendiera rápidamente. En España se introdujo en 1972, primero como agencia estatal y, desde finales de 2010, como entidad privada que cobra por sus servicios a los editores que solicitan números (que, en la actualidad, constan de 13 dígitos, lo que los hace compatible con los códigos de barra). El director de la agencia desde su privatización es el antiguo bibliotecario Miguel Jiménez. También relacionado con el comercio del libro, el próximo día 18 se conmemora el 40º aniversario de la ley francesa del precio fijo, conocida popularmente como la “ley Lang” por el nombre del ministro de Cultura (Gobierno Miterrand) que la propuso. Aunque en España ya existía algo parecido desde 1975, la ley definitiva, pensada para proteger a los pequeños libreros y editores no se promulgó hasta 2007.

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