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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Toda una inmensidad

Una revolución consagrada al triunfo de la igualdad erigía un edificio para albergar a una élite de privilegiados

Yuri Trífonov (arriba a la derecha, con gafas) con amigos en el Instituto Literario.
Yuri Trífonov (arriba a la derecha, con gafas) con amigos en el Instituto Literario.cortesía de Olga Trífonova (EDITORIAL ACANTILADO)
Antonio Muñoz Molina

Una obra que trata de contar la extrema desmesura sin remedio ha de ser desmesurada en sí misma. Enfrentado a la tarea de contar la historia de un edificio inmenso, inaugurado en 1931, de más de 500 viviendas —y además un teatro y un cine igual de gigantescos, gimnasios, cafeterías, campos de tenis—, destinadas a albergar a la élite del Partido Comunista y del Estado soviético, el historiador Yuri Slezkine ha levantado un libro que alcanza una inmensidad semejante, y que como el propio edificio original abruma por su escala y por la multitud de los personajes que lo habitan. Traducirlo y publicarlo también habrá sido una hazaña desmedida, como tantas de las que se cuentan en el libro, también con un punto de insensatez y temeridad. Acantilado ya publicó hace unos años un proyecto casi igual de desmedido, Terror y utopía, de Karl Schlögel, centrado también en Moscú y en un solo año terrible, 1937. Se ve que las historias sobre la revolución y el mundo soviético inspiran inmensidades narrativas como de novela rusa, de novela comprometida por igual con el relato de los grandes cataclismos históricos y de las vidas individuales arrastradas por ellos. Esa semejanza literaria es más visible en La casa eterna porque Yuri Slezkine, historiador de una ambición y una meticulosidad admirables, tiene un talento muy visible de narrador, y una sensibilidad para la literatura que a lo largo del libro se convierte en una herramienta fundamental de su indagación histórica.

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Confieso que nunca en mi vida he leído un libro como este. Por su escala desmedida, su variedad, su hondura humana, su agudeza política, está a la altura de Guerra y paz, de Vida y destino, de Archipiélago Gulag. En su capacidad de sintetizar una época, y de dar a conocer la vida interior, el estado de espíritu, la mentalidad de varias generaciones de personas unidas por parecidos ideales, me recuerda el también incomparable La edad de los prodigios, de Richard Holmes. En La casa eterna, el edificio inaugurado en 1931 en las orillas del río Moscova, justo al otro lado del Kremlin, es el núcleo en el que confluyen centenares de peripecias individuales de revolucionarios soviéticos, y acaba siendo el símbolo, del todo tangible, de un proyecto formidable de transformación del mundo que empezó como fantasía apocalíptica y en menos de dos décadas ya se había cosificado en una burocracia de la sumisión y el terror.

Una revolución consagrada al triunfo de la igualdad erigía ese edificio para albergar a una élite de privilegiados que disponían en él de todo tipo de comodidades inaccesibles para la inmensa mayoría de sus conciudadanos: cargos del partido, de la policía secreta, de la administración pública, de los medios de comunicación, de los sindicatos, de las asociaciones de escritores y artistas dóciles al régimen. En 1931, 14 años después del éxito de la revolución, muchos inquilinos de la “casa eterna” eran veteranos de los tiempos de la clandestinidad, la cárcel y el exilio que habían pasado de conspiradores a dirigentes, de perseguidos a perseguidores, incluso de víctimas a verdugos. Muchos de ellos no sabían que al cabo de muy poco tiempo nuevas oleadas de terror los volverían a convertir en víctimas de nuevo, herejes destinados al disparo en la nuca o al Gulag.

Los destinos individuales se prolongan a lo largo de las generaciones, igual que la culpa de los acusados se transmite en un contagio letal a sus cónyuges y sus hijos. La casa eterna se construye sobre un poderoso flashback que retrocede desde los días despejados de mudanza al nuevo edificio en 1931 hasta los tiempos en que los nuevos inquilinos, servidores ahora de un Estado que abarca el país más extenso del mundo, fueron miembros de una secta minoritaria y ferviente, perseguida por la policía zarista; inspirada por unas sagradas escrituras y por dos profetas de barbas bíblicas, Marx y Engels, guiada por un líder que despertaba y exigía una lealtad absoluta, Vladímir Ilich Lenin, y que prometía el advenimiento de un nuevo reino de justicia universal y castigo de los señores del mundo tan inminente como el que había anunciado Jesucristo en los Evangelios o San Juan en el Apocalipsis.

Enemigos juramentados de la religión como “opio del pueblo”, los bolcheviques formaban sobre todo un movimiento religioso de raíz milenarista: lo que en mi primera juventud todavía se llamaba socialismo científico era una escatología cristiana en la que grupos de militantes puritanos y radicales esperaban activamente la llegada no de Jesucristo al mando de tropas de ángeles con trompetas, sino de un trastorno revolucionario que iba a traer consigo el fin de los tiempos y el paraíso terrenal irrevocable de la sociedad sin clases.

Yuri Slezkine, que maneja recónditas fuentes primarias en ruso —diarios personales, cartas, publicaciones clandestinas—, muestra hasta qué punto el lenguaje de los bolcheviques estaba empapado de imágenes bíblicas, de referencias al Génesis, a la huida de Egipto, a los profetas, a las invectivas de Jesucristo contra los fariseos y los ricos, y sobre todo al Apocalipsis. Leyendo La casa eterna, otro libro excepcional que viene a la memoria es En pos del milenio, de Norman Cohn, la historia de las sublevaciones populares inspiradas a lo largo de toda la Edad Media por la imaginería delirante de ese libro último del Nuevo Testamento.

Cuando las profecías del fin inmediato del mundo no se cumplen, la secta apocalíptica que se nutre de ellas puede caer en el desengaño, y extinguirse, o bien dar nuevas interpretaciones a las profecías y constituirse en una iglesia organizada, y en ocasiones hacerse con el poder del imperio contra el que se había rebelado en sus orígenes. Eso fue lo que le sucedió al cristianismo: en poco más de dos siglos, una doctrina marginal y perseguida acaba siendo la religión oficial del Imperio Romano. En mucho menos tiempo, los bolcheviques se alzaron con el poder absoluto de lo que había sido el imperio zarista. Cuando se inauguró la “casa eterna” en 1931, parecía que la antigua secta ya se había constituido en iglesia dominante. Pero justo entonces arreciaba un proceso de autodestrucción, de canibalismo interior, que llegó a su extremo en las grandes purgas de 1937 y 1938, pero que en realidad no terminó nunca. Casi cada día un apartamento de la casa inmensa se quedaba vacío porque sus ocupantes habían sido ejecutados o deportados a Siberia. La Iglesia romana viene durando ya 2.000 años: la soviética se derrumbó al cabo de menos de un siglo. Ningún otro libro que yo conozca explica mejor que La casa eterna su triunfo y su caída.

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