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LECTURA

Estrategias para no parecer demasiado negro

‘Los Cinco de Finkelstein’ es el relato con el que el escritor estadounidense Nana Kwame Adjei-Brenyah abre su celebrado libro ‘Friday Black’, una provocadora sátira sobre el racismo en Estados Unidos que hoy llega a las librerías españolas. Adelantamos un fragmento

Quema de objetos en una protesta contra el racismo frente al Tribunal de Justicia de Portland (EE UU) en julio de 2020.
Quema de objetos en una protesta contra el racismo frente al Tribunal de Justicia de Portland (EE UU) en julio de 2020.Noah Berger (AP)

Fela, la chica sin cabeza, caminó hacia Emmanuel. Su cuello era un amasijo de casquería roja. Avanzó en silencio, sin decir nada, pero Emmanuel notó que estaba esperando a que él hiciera algo, lo que fuera. Entonces sonó el teléfono y se despertó. Emmanuel respiró hondo y redujo la Negritud de su voz a 1,5 puntos en una escala del 1 al 10. “Buenos días, ¿cómo está? Sí, sí, llamé hace poco para preguntar por el estado de mi solicitud. Vale, de acuerdo, muy bien. Me alegro mucho. Ahí estaré. Que tenga usted un muy buen día”. Emmanuel se levantó de la cama y se cepilló los dientes. La casa estaba en silencio. Sus padres ya se habían ido a trabajar. Aquella mañana, como todas las mañanas, la primera decisión que tomó estaba relacionada con su Negritud. Tenía la piel de un marrón invariablemente intenso. En público, en caso de que alguien reparara en él, le era del todo imposible reducir su Negritud a 1,5. Si se ponía corbata y mocasines, sonreía todo el tiempo, evitaba levantar la voz y mantenía las manos en reposo y pegadas a los costados, podía bajar su Negritud hasta un 4,0.

Aunque Emmanuel estaba contento de que le hubieran llamado para la entrevista, también se sentía culpable por estar contento de algo. La mayoría de sus conocidos todavía seguían de luto por la sentencia del caso Finkelstein: después de 28 minutos de deliberación, un jurado de conciudadanos suyos había absuelto a George Wilson Dunn de todos los cargos. Estaba acusado de decapitar con una motosierra a cinco niños negros delante de la biblioteca de Finkelstein, en Valley Ridge, Carolina del Sur. El tribunal había dictaminado que como los niños estaban merodeando en el exterior de la biblioteca en vez de estar leyendo dentro, tal como cabría esperar de unos miembros productivos de la sociedad, era razonable que Dunn se hubiera sentido amenazado por aquellos cinco jóvenes negros y, por tanto, la ley amparaba su derecho de protegerse y de proteger los dvd que había sacado en préstamo de la biblioteca y de proteger a sus hijos de la forma en que lo había hecho: yendo al maletero de su Ford F-150 y sacando su motosierra Hawtech PRO de 18 pulgadas y 48 cm. El caso había agarrado al país entero de la oreja y del corazón, y seguía siendo prácticamente el único tema del que hablaba la gente. El caso Finkelstein ocupaba todos los informativos. A un lado del espectro, estaban los presentadores que lloraban abiertamente por los niños, que eran santos a sus ojos; al otro, había personalidades como Brent Kogan, el siempre bronco y tendencioso director de ¡No hay para tanto!, que en una tertulia online había dicho: “Vale, sí, eran unos niños, pero a la mierda los negros”. La mayoría de los medios de comunicación se situaban en algún punto intermedio.

Un jurado de conciudadanos suyos había absuelto a George Wilson Dunn de todos los cargos. Estaba acusado de decapitar con una motosierra a cinco niños negros delante de la biblioteca de Finkelstein

El día del veredicto, la familia de Emmanuel se había congregado con amigos de muchas razas y procedencias distintas frente a un televisor sintonizado en un canal que simpatizaba con los niños, a los que se conocía popularmente como los Cinco de Finkelstein. Se sirvieron pizza y bebidas. Al anunciarse la resolución, Emmanuel sintió un clic y una opresión en el pecho. Una quemazón. Su madre, conocida por ser una de las mujeres más felices y animadas del barrio, tiró un vaso de plástico lleno de Coca-Cola a la otra punta de la habitación. Cuando el vaso impactó contra el suelo y el refresco lo salpicó todo, la gente se quedó mirando a la madre de Emmanuel. Ver a la señora Gyan en aquel estado significaba que todo era real: habían perdido. El padre de Emmanuel se alejó del grupo secándose los ojos, y Emmanuel sintió que la opresión de su pecho se reducía a una nada fría.

En el trayecto de vuelta a casa, su padre no dejó de decir palabrotas. Su madre daba puñetazos a la bocina del volante. Emmanuel cogió aire y miró cómo sus manos aparecían, desaparecían, aparecían y desaparecían a medida que pasaban junto a las farolas. Dejó que la nada que estaba sintiendo lo bañara con la cadencia de una gran ola fría. Pero ahora que lo habían llamado para hacer una entrevista de trabajo en Stich’s, una tienda especializada en sudaderas vintage que se describía como “moderna con un toque clásico”, Emmanuel tenía algo más en lo que pensar, aparte de en los cuerpos de aquellos chavales cercenados a la altura del cuello y de los que manaban sin cesar abundantes chorros de sangre. En lugar de eso, empezó a pensar qué ropa iba a ponerse. A modo de gesto vagamente solidario, Emmanuel escogió los pantalones militares holgados que usaba cuando iba de acampada. Luego se calzó las Space Jams de charol con los cordones todavía limpios y tensos sobre la lengüeta negra y a continuación sacó una sudadera con capucha negra que no se ponía desde hacía mucho tiempo y metió la cabeza en su túnel. Como muestra final de solidaridad, Emmanuel se caló una gorra de béisbol gris parecida a la que habían llevado dos de los Cinco de Finkelstein el día en que los habían asesinado; la defensa de George Wilson Dunn había hecho hincapié en ese dato durante todo el proceso.

Emmanuel salió al mundo con su Negritud situada en un rotundo 7,6. Se sentía como Evel Knievel en lo alto de una rampa. Cuando llegara al centro comercial ya buscaría algo de ropa para la entrevista, algo que redujera su puntuación al menos hasta un 4,2. Se bajó la visera de la gorra para ocultar los ojos y emprendió el camino colina arriba en dirección a Canfield Road, donde cogería un autobús. Escuchó el raspar de la grava bajo sus zapatillas deportivas. Hacía mucho tiempo que no situaba su Negritud cerca de un 7,0. “No quiero que te pase nada. Tienes que aprender a moverte”, le había dicho su padre a muy tierna edad. Emmanuel había empezado a asimilar los fundamentos de su Negritud antes de aprender a hacer divisiones largas: a sonreír cuando se enfadaba y a susurrar cuando tenía ganas de gritar. En una ocasión, cuando todavía estaba en primaria, después de que lo acusaran de robar un panda de peluche de la tienda de regalos del zoo durante una excursión escolar, Emmanuel había quemado su último par de vaqueros anchos en la entrada para coches de su casa. Sin pestañear, había contemplado cómo la tela vaquera se arrugaba y se convertía en cenizas ante sus ojos. Cuando su padre salió de casa, Emmanuel se imaginó que se iba a llevar una buena bronca. Pero en lugar de eso su padre se plantó en silencio a su lado y luego le dijo: “Esta es una lección importante”. Y los dos contemplaron juntos las llamas hasta que el fuego se consumió por completo.

El tribunal había dictaminado que como los niños estaban merodeando en el exterior de la biblioteca en vez de estar leyendo dentro, tal como cabría esperar de unos miembros productivos de la sociedad

La parada de autobuses estaba atestada. Emmanuel sintió que las miradas gravitaban hacia él mientras las billeteras se movían en dirección contraria. Se acordó de George Wilson Dunn. Se imaginó a aquel hombre de mediana edad de pie ante de él, sonriente y con una motosierra rugiéndole en las manos, y decidió probar algo peligroso: se dio la vuelta a la gorra para que la sombra de la visera le envolviera el cuello. Sintió que la Negritud le subía y se le inflaba hasta un 8,0. A su alrededor, todo el mundo guardó silencio. Intentaban parecer superamistosos pero también distantes, como si Emmanuel fuera un tigre o un elefante al que estuvieran contemplando debajo de una carpa enorme. La gente se apartó y le dejó paso. No tardó en llegar junto al banco. Tanto una joven de pelo largo y castaño como un hombre con las gafas de sol colocadas encima de la visera de la gorra se acordaron de inmediato de que tenían que irse a otro lado. Una mujer mayor se quedó sentada y Emmanuel ocupó el asiento que acababa de quedar libre junto al suyo. La mujer echó un vistazo a Emmanuel mientras este se sentaba y esbozó una sonrisa. Su mirada de desinterés general llenó de dicha el corazón de Emmanuel. Se giró la gorra hacia delante y sintió que su Negritud se reacomodaba en un todavía bastante acusado 7,6. Al cabo de un minuto la mujer del pelo castaño regresó y se sentó a su lado. Sonrió como si alguien le hubiera dicho que si dejaba de poner aquella sonrisa nerviosa y esos ojos como platos, Emmanuel le volaría los sesos.

—La cuestión es que George Wilson Dunn es americano. Y los americanos tienen derecho a defenderse —dice el abogado de la defensa con voz encantadora y cantarina—. ¿Ustedes tienen hijos? ¿Tienen seres queridos? La acusación les ha intentado llenar la cabeza con palabras como “ley”, “asesinato” y “sociópata”. —El abogado defensor araña el aire repetidamente con los dedos índice y corazón para indicar comillas—. Estoy aquí para decirles que este caso no tiene nada que ver con ninguna de esas cosas. Tiene que ver con el derecho de un hombre americano a amar y a proteger su vida y la vida de sus preciosos hijos. De manera que la pregunta que les hago es: ¿ustedes qué aman más, esa supuesta “ley” o a sus hijos?

—Protesto... —dice el abogado de la acusación.

—Protesta denegada. Continúe —responde la juez secándose los rabillos húmedos de los ojos—. Por favor, continúe, abogado.

—Gracias, señoría. No sé ustedes, pero yo amo más a mis hijos que a la “ley”. Y amo a América más que a mis hijos. De eso va este caso: del amor con A mayúscula. Y de América. Eso es lo que estoy defendiendo aquí hoy. Mi cliente, el señor George Dunn, creyó que estaba en peligro. ¿Y saben qué? Si uno cree en algo, en lo que sea, eso es lo que más importa. Creer. En América tenemos libertad para creer en lo que queramos. América, nuestra hermosa nación soberana. No acaben con eso aquí y ahora.

Emmanuel salió al mundo con su Negritud situada en un rotundo 7,6. Cuando llegara al centro comercial ya buscaría algo de ropa para la entrevista, algo que redujera su puntuación al menos hasta un 4,2.

El autobús se acercaba a la parada. Emmanuel se fijó en una figura que llegaba corriendo. Era Boogie, uno de sus mejores amigos del colegio. En clase de cuarto con la señora Fold, Emmanuel le copiaba las respuestas en los exámenes de historia y luego dejaba que Boogie copiara las suyas en los exámenes de matemáticas. Desde que conocía a Boogie nunca le había visto vestido con otra cosa que no fueran camisetas enormes y pantalones anchos. Para cuando llegaron a secundaria, Emmanuel ya había aprendido a controlar su Negritud, pero Boogie no. Emmanuel se fue distanciando discretamente de Boogie, que empezó a ser conocido por sus peleas con los demás alumnos y con los profesores. Emmanuel apenas se acordaba ya de Boogie, pero cuando lo hacía sentía lástima de él y de su personalidad monolítica. Boogie no cambiaba nunca. Pero esta mañana, sin embargo, Emmanuel lo vio llegar corriendo con pantalones de vestir y zapatos negros, camisa de botones blanca y corbata roja fina. Su indumentaria combinada con su piel marrón claro comprimía su Negritud hasta un 2,9.

—¡Manny! —lo llamó Boogie mientras el autobús se paraba.

—¿Qué pasa, colega? —contestó Emmanuel. En otros tiempos, Emmanuel solía potenciar su Negritud cada vez que estaba con Boogie. Esta mañana no le hizo falta. La gente pasó a su lado para subir al autobús. Emmanuel y Boogie entrechocaron las palmas, mantuvieron el apretón de manos mientras juntaban los pechos y por fin separaron las manos e hicieron chasquear los dedos contra las palmas.

—¿En qué andas? —preguntó Emmanuel—. ¿Qué te cuentas?

—Mucho, colega. Mucho. Me he despertado.

Emmanuel subió al autobús, pagó los dos dólares y medio y encontró un asiento en la parte de atrás. Boogie ocupó el asiento vacío a su lado.

—¿Ah, sí?

—Sí, colega. He estado trabajando. Intentando juntar a un montón de gente. Necesitamos unirnos.

—Ya lo creo —contestó Emmanuel en tono ausente.

—Lo digo en serio, colega. Tenemos que actuar juntos. No podemos esperar. Ya lo has visto. Ya sabes que les importamos una mierda. Lo han demostrado. —Emmanuel asintió con la cabeza—. Tenemos que unirnos todos. Me he puesto a Nombrar. Estoy juntando a un equipo. ¿Quieres apuntarte o qué?

Emmanuel miró cuidadosamente a su alrededor para asegurarse de que nadie los estaba oyendo, pero aun así lamentó estar tan cerca de Boogie.

—¿En serio estás haciendo eso de Nombrar? —Emmanuel vio cómo a Boogie se le helaba la sonrisa. Se aseguró de que su propia cara no transmitiera nada en absoluto.

—Pues claro que sí. —Boogie se desabotonó el puño izquierdo de la camisa y se subió la manga. En la cara interna del antebrazo tenía tres números cinco dibujados a base de cortes ya cicatrizados en la piel. Después de asegurarse de que Emmanuel los había visto, Boogie se volvió a bajar la manga para taparse el brazo, aunque no se abotonó el puño. Continuó en voz baja—. ¿Sabes qué me dijo el otro día mi tío?

Emmanuel esperó.

—Me dijo que cuando estás en el autobús y hay un hombre cansado que se apoya en ti y usa tu hombro de almohada, la gente te dice que lo despiertes. Te lo argumentan diciéndote que el hombre tiene que despertarse y buscar otro sitio donde descansar porque tú no eres un puñetero colchón.

Emmanuel hizo un ruido para demostrar que lo estaba siguiendo.

—Pero si está dormido sin más, sin molestarte, entonces es distinto. Y si a ese hombre dormido lo asalta alguien que se quiere aprovechar de él porque se ha quedado dormido de puro cansado, todo el mundo te dirá que tienes que ponerte en plan: “No es problema mío, no tiene nada que ver conmigo”, mientras al tipo le vacían los bolsillos o algo peor. Ese hombre que duerme en el autobús es tu hermano. A eso se refería mi tío. Tienes que protegerlo. Sí, quizás necesites despertarlo, pero mientras esté dormido será responsabilidad tuya. Tu hermano, aunque no lo conozcas de nada, es cosa tuya. ¿Me entiendes?

Emmanuel emitió otro ruido de confirmación.

Dos días después de la sentencia había llegado la noticia del primer caso. Un grupo de personas armadas con ladrillos y trozos de tubería oxidados le habían aplastado los sesos a una pareja blanca

Dos días después de la sentencia había llegado la noticia del primer caso. Un grupo de personas armadas con ladrillos y trozos de tubería oxidados le habían aplastado los sesos a una pareja blanca de sesenta y pico años. Los testigos decían que los asesinos iban muy bien vestidos: pajaritas y sombreros de paja, gemelos y tacones altos. Mientras ejecutaban el doble asesinato, los miembros del grupo/banda habían coreado: “¡Mboya! ¡Mbo-ya! Tyle Kenneth Mboya”, que era el nombre del mayor de los chicos asesinados en Finkelstein. Al día siguiente se publicó otra noticia parecida. Tres estudiantes blancas asesinadas con picahielos. Un hombre y una mujer negros les habían perforado el cráneo a aquellas niñas como si estuvieran buscando diamantes. Y según decían en las noticias, habían coreado “Akua Harris, Akua Harris” durante todo el proceso. Nuevamente los asesinos habían sido descritos como “bastante sofisticados, dadas las circunstancias”. En ambos casos se había detenido a los autores inmediatamente después del crimen. La pareja que había matado a las estudiantes se había grabado a cuchillo en la piel el número 5 justo antes del ataque.

Después de estos dos sucesos se produjeron varios casos más de palizas y asesinatos. Y en todos, los culpables habían gritado el nombre de uno de los Cinco de Finkelstein. En las noticias, los Nombradores se convirtieron en los nuevos terroristas. La mayoría moría a manos de la policía antes de llegar a comisaría para ser interrogados. Los que llegaban a ser detenidos solo repetían el nombre del niño que habían usado a modo de mantra. Ninguno parecía interesado en defenderse.

Con diferencia, la Nombradora más famosa era Mary “Mistress” Redding. Se contaba que cuando la habían detenido llevaba un solo guante de seda blanca manchado de sangre en la mano izquierda, unos zapatos blancos con tacones de diez centímetros que en algún momento habían estado resplandecientes y un vestido con vuelo que estaba tan teñido de rojo óxido que a los agentes les costó creer que en algún momento hubiera sido blanco. Durante horas, Redding contestó a todas las preguntas repitiendo un solo nombre:

—¿Por qué lo hiciste?

—J. D. Heroy.

—No era más que una criatura. ¿Cómo has podido?

— J. D. Heroy.

—¿Quién más está metido en esto? ¿Quién es tu líder?

—J. D. Heroy.

—¿Sientes remordimientos por lo que has hecho?

—J. D. Heroy.

—¿Qué quiere tu gente?

— J. D. Heroy.

A Redding la habían arrestado junto a un grupo de varias personas después de matar a un adolescente, pero tenía una ristra de diez números 5 grabados en la espalda que le llegaban hasta el muslo izquierdo, incluyendo uno reciente que todavía goteaba sangre en el momento de la detención. Según decían en las noticias, después de varias horas de interrogatorios avanzados, a Mistress Redding se le había escapado una sola frase:

—Si me quedaran palabras que decir, no estaría aquí.

Emmanuel se acordaba de cómo habían dado la sangrienta noticia en los informativos:

—Noticia de última hora —había interrumpido uno de los presentadores—. Otra criatura inocente ha sido vilmente golpeada por una panda de animales. Al parecer, todos ellos son, de nuevo, descendientes de la diáspora africana. ¿Qué opinas de esto, Holly?

—Bueno, en la calle mucha gente dice, y cito textualmente: “Ya os avisé de que no saben comportarse. Ya os lo advertimos”. Más allá de eso, lo único que puedo decir es que esta violencia es terrible.

—La presentadora negó con la cabeza, asqueada. El nombre de los Cinco de Finkelstein se había convertido en una maldición. Cuando no había nadie delante, a Emmanuel le gustaba repetir sus nombres para sí mismo: Tyler Mboya, Fela St. John, Akua Harris, Marcus Harris, J. D. Heroy.

‘Friday Black’. Nana Kwame Adjei-Brenyah. Traducción de Javier Calvo. Lo publican hoy Libros del Asteroide en castellano y Empúries en catalán.

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