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Escribir como se escribe

Andrea Abreu construye en ‘Panza de burro’ una lengua literaria con una flexibilidad poco común en la literatura española: es a la vez localista, insumisa y universal

La escritora Andrea Abreu en La Laguna, Tenerife, a principios de agosto.
La escritora Andrea Abreu en La Laguna, Tenerife, a principios de agosto.RAFA AVERO

Publicada por una pequeña editorial independiente y en un momento poco propicio (pandemia y mundo editorial revuelto), la primera novela de Andrea Abreu (Tenerife, 1995) se ha convertido en un fenómeno literario: varias ediciones, venta de derechos para traducciones y una futura adaptación cinematográfica… Y hace mal quien sospeche de alguna oculta estrategia publicitaria o de un simple azar, porque Panza de burro es una novela maravillosa por muchas razones. Es más: uno de esos raros libros que tienen la oportunidad de ensanchar la percepción que una literatura nacional tiene de sí misma.

Esto último quizá tenga que ver con una primera sorpresa en su lectura. Abreu construye una lengua literaria con una flexibilidad poco común en la literatura española: es a la vez localista, insumisa y universal. Desde que apareció la novela se ha repetido que la autora escribe “como se habla”, “al margen de las normas de la RAE”. No obstante, ésta es una manera simple de verlo, e incluso parece restarle valor: Abreu no escribe como se habla, sino como se escribe. Antes que transcribir un posible dialecto canario, inventa una poderosa lengua literaria que no sólo afecta a la elección de un léxico local, sino a la encarnadura del idioma, a la ambición de su ritmo y su prosodia. Además, en Panza de burro la lengua no es un decorado colorido. Alcanza al núcleo de la trama: el idioma privado que conforma una amistad.

Panza de burro es una novela de iniciación. La narradora anónima evoca su amistad con Isora. Ambas transitan el paso de la infancia a la adolescencia. Viven en un pueblo del norte de una isla (canaria) con el cielo cubierto de nubes a perpetuidad. Un territorio relegado donde tienen un peso especial las mujeres, en concreto las viejas y las niñas, mientras padres y madres trabajan en el sur de la isla.

Isora, huérfana de madre (del padre nada sabemos), vive con su tía y su abuela, que regentan una tienda de comestibles. Su personaje invoca un modelo de narración clásica: el amigo idolatrado por su madurez prematura, por una vulnerabilidad que ha transformado en fuerza. Pero no hay ningún homenaje literario domesticado: Abreu transita las ambiguas zonas que comunican la amistad con el amor y el miedo al rechazo con el deseo. La construcción de la identidad a través de otro a quien decidimos admirar.

Si no fuera por la inteligencia que demuestra en cada una de sus decisiones narrativas, uno pensaría que la novela ha sido escrita en estado de gracia: por la gradación sutil de la trama y la resonancia de las breves escenas (una clase de Internet, un bosque de helechos, una piscina prestada). También por la vibración de cada personaje aparentemente menor. E incluso por la elección de unos tiempos narrativos en pasado, una evocación que funciona como un personaje secreto (una perspectiva oculta) de la novela: quien años después reconstruye un mundo de afectos, pero esconde su huella. Por eso, aunque Panza de burro evita cualquier fácil nostalgia, tiñe cada página de irreversibilidad: narra un tiempo clausurado. Además, todo sigue sucediendo porque no se supera. Se sabe en la transición de varios tiempos.

Y no hace falta ser adivino para confiar en que se seguirá leyendo incluso cuando deje de ser noticia.

Portada de 'Panza de burro', de Andrea Abreu.

PANZA DE BURRO

Autora: Andrea Abreu.



Editorial: Barrett, 2020.



Formato: tapa blanda (176 páginas, 17,90 euros).



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