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El estratega tranquilo que aupó a Petro al poder

El analista político Antoni Gutiérrez-Rubí mantuvo la calma en medio de una campaña electoral de alto voltaje

Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de la campaña de Gustavo Petro, junto a él durante un viaje de gira de campaña.
Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de la campaña de Gustavo Petro, junto a él durante un viaje de gira de campaña.Camilo Rozo
Juan Diego Quesada

Esos días cunde la sensación de que Rodolfo Hernández va a ser el próximo presidente de Colombia. El empresario de bienes raíces viene propulsado por una ola de entusiasmo como la que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca. Es un personaje novedoso y rupturista, con el don de llamar a las cosas por su nombre. Los ciudadanos ven embobados sus vídeos en TikTok, donde aparece a bordo de un yate con la piel anaranjada por el sol de Miami y el pelo trasplantado mecido por el viento. Dos de cada tres sondeos le dan una ligera ventaja sobre Gustavo Petro, el líder de izquierdas al que la voz ya no le da para reconducir la situación. En ese momento, un tribunal ordena que los candidatos celebren un debate a 72 horas de que se abran las urnas. Petro acepta de inmediato. Hernández, un tipo visceral que pierde a menudo los estribos, trata de evadirlo, y en su lugar envía un comunicado soberbio y faltón en el que desprecia algunos principios básicos de la democracia. El principal estratega de Petro, el español Antoni Gutiérrez-Rubí, lee el mensaje en su móvil y concluye algo premonitorio: “Acabamos de ganar”.

Gutiérrez-Rubí llevaba tres meses instalado en un hotel en Bogotá, a 50 metros de la casa de Petro. En una de las mesas del lobby, frente a una chimenea, abría cada mañana su ordenador, una botella de agua y un cuaderno de notas de Gallimard. Asesoraba a un hombre famoso por llegar tarde hasta a su boda, pero a sus citas de trabajo les recomendaba puntualidad extrema. Les sugería que no hicieran apreciaciones personales durante las exposiciones de datos que él mismo elaboraba sobre el escenario electoral y, a los 20 minutos, cuando creía que ya estaba todo dicho, los acompañaba a la puerta con un gesto cortés. No había tiempo que perder en su única misión: hacer presidente a Gustavo Petro.

El consultor político ha sido la baza secreta de las elecciones. Apenas se ha dejado ver en público, no ha dado declaraciones a los medios ni se ha dejado fotografiar. Sin embargo, ha estado detrás de todas las decisiones trascendentales que han marcado la campaña. En los momentos de histeria, aunque nadie lo viera, había una persona serena y tranquila al mando. Es verdad que trabajaba para el candidato favorito al inicio de la carrera presidencial, quien lideraba todos los sondeos después del estallido social del año pasado. Pero también alguien que generaba muchas resistencias en la sociedad colombiana por su pasado guerrillero. Hasta él, Colombia nunca había elegido antes a un presidente que se declarara abiertamente de izquierdas.

Esta ha sido la campaña más difícil para Gutiérrez-Rubí, la que más le ha llevado al límite. Y no es que sea un novato en esto. En 2019, asesoró a quien acabaría siendo el presidente argentino, Alberto Fernández, como antes lo había hecho con Cristina Fernández y Sergio Massa. En España trabajó con Alfredo Pérez Rubalcaba, entre otros muchos, y estuvo detrás de la campaña que, en 2018, puso a un presidente del PP por primera vez en Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, un absoluto desconocido entonces. Moreno acaba de ser reelegido con mayoría absoluta y ha estado asesorado por gente del equipo de Gutiérrez-Rubí, que comandaba las operaciones desde Bogotá. El mismo domingo colocó a dos presidentes en lugares distintos del planeta.

Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de la campaña de Gustavo Petro, en el apartamento del candidato días antes de las elecciones de segunda vuelta.
Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de la campaña de Gustavo Petro, en el apartamento del candidato días antes de las elecciones de segunda vuelta. Camilo Rozo

Petro tiene 62 años, Gutiérrez-Rubí, 61. El primero es un líder carismático con un amplio apoyo social. Durante su controvertida etapa como alcalde de Bogotá generó un movimiento personalista que se llama petrismo por razones obvias. Representaba la ruptura con el poder conservador establecido, la oposición a Álvaro Uribe y sus sucesores. En 2010, cuando se presentó como candidato a la presidencia por primera vez, y sobre todo en 2018, la segunda, se forjó la imagen de un izquierdista preocupado por los pobres, aunque algo alineado con las tesis de Cuba y Venezuela. Eso era criptonita electoral en un país como Colombia, que durante décadas sufrió la violencia de las FARC, una guerrilla marxista-leninista. La izquierda no tenía legitimidad democrática para convencer a los electores de que no iba a instaurar una dictadura socialista. No ayudaba que de joven hubiera integrado otro movimiento armado, el M-19, y allí se hubiera hecho llamar Aureliano, como uno de los personajes de García Márquez, su escritor favorito. En la organización fue un activista, no un verdadero combatiente.

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En esa época, Petro tenía poco más de veinte años, era enclenque y ya sufría una fuerte miopía. La guerrilla a la que pertenecía se desmovilizó y se metió en política. Fue un senador combativo, llamaba mucho la atención por sus discursos. Más tarde apoyó la paz con las FARC que firmó el presidente Juan Manuel Santos, a pesar de que no era el tipo de político con el que él se sentía representado. Esa convicción por la vía no violenta no le reconcilió con la mayoría del electorado, que seguía viéndolo como un rebelde con un fusil al hombro, aunque eso ya solo fuera un espejismo. Ese es el tipo de candidato con el que se encontró Gutiérrez-Rubí cuando aterrizó en Bogotá, sin saber que por delante le esperaban los meses más frenéticos de su vida.

Antes de su llegada, el war room de la candidatura era lo más parecido al camarote de los hermanos Marx. Siempre aparecía algún asesor nuevo con alguna idea estrambótica. Petro era un político con proyección y carisma, coinciden quienes le rodean, al que le faltaba estructura y dirección si de verdad quería llegar al poder y no solo hacer ruido. Eso se lo dieron operadores políticos como Armando Benedetti, que desde 2019 se unió a él y empezó a organizar todo. Con Gutiérrez-Rubí llegó también Alfonso Prada, un político profesional muy articulado que trabajó de asesor de Santos. Ahí estaba también el sesudo Eduardo Noriega, un viejo camarada de Petro. La campaña se profesionalizó al máximo y dejó de manejarse por impulsos o a golpe de Twitter (Petro, que tiene 5,4 millones de seguidores, es adicto a esa red social).

El círculo de confianza de Petro se estrechó. El asesor español se apoyó en dos periodistas jóvenes para llevar la comunicación. En ellos depositó toda su confianza y generó un segundo anillo de confianza. Entonces llegó el primer acelerón y la primera decepción. En Colombia hay una primera vuelta en la que se enfrentan muchos candidatos y una segunda en la que solo quedan dos. Si en la primera alguien saca más de la mitad de los votos, gana automáticamente, como hizo Uribe. En esos días las encuestas calculaban que tenía alrededor del 40%. Necesitaba 10 puntos más para ganar por aclamación, como él quería. Aunque es práctico y lleva media vida en política, a Petro todavía le queda algo de idealismo. No solo quiere devolver la bola al otro campo como los tenistas que han aceptado sus limitaciones, sino que se arriesga enviando los golpes a la línea. Los que han trabajado con él aseguran que adolece de cierta soberbia intelectual.

Petro aceleró y dio mítines por toda Colombia, hasta en tres ciudades el mismo día. Centró su discurso para ampliar el electorado. Quedaba ver cuál era mayor, si el petrismo o el antipetrismo. Gutiérrez-Rubí le susurraba que necesitaban tocar las claves para ampliar el círculo de los propios, sumar y representar. Insistían en que no van a expropiar a nadie, como decían sus enemigos, que respetaría el capitalismo de mercado. Era un elogio a la moderación, como escribe el estratega en su libro La fatiga democrática. En ese mes ya se le vio crecer de más la barba y el pelo que no se cortará por falta de tiempo y barbero de confianza.

El plan marchaba, pero no triunfó del todo. Petro no consiguió el 10% que se necesitaba para dejar zanjada la elección en mayo. Habría segunda, donde podrían organizarse todos los que estaban en su contra. El temor que siempre flotó sobre la campaña. El día que se conocieron esos resultados, todo el equipo estaba en el hotel Tequendama, en el centro de Bogotá. Recibieron los números como una puñalada. Por detrás venía Rodolfo Hernández como una locomotora, a quien si le sumaban los votos de la derecha ya era el claro favorito. El petrismo estaba de funeral.

En un rincón del hotel, Gutiérrez-Rubí, que a esas alturas llevaba ya una barba de explorador, mantenía la calma. “Se le van a hacer muy largas estas tres semanas a Rodolfo” (las que dura la campaña de segunda vuelta), reflexionó. Y se le hicieron. Petro dejó de hablar en las plazas públicas, bajó su perfil. El asesor quería que toda Colombia observara con detenimiento a este empresario que decía luchar contra la corrupción, pero estaba imputado por un caso. Salieron a la luz sus declaraciones machistas y clasistas. Su popularidad empezó a bajar. Los medios publicaron vídeos secretos de las reuniones de los asesores de Petro en las que se les veía hablando mal de sus rivales y preparando estrategias, lo que parecía una gran crisis. Gutiérrez-Rubí ordenó no confrontar esos ataques, porque Petro apenas salía en las grabaciones y no decía nada grave. La polémica se fue apagando sola.

Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de Gustavo Petro, en el camerino junto a él minutos antes de dar el discurso de victoria en las elecciones.
Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de Gustavo Petro, en el camerino junto a él minutos antes de dar el discurso de victoria en las elecciones.Camilo Rozo

En la semana final, mientras aparecían opiniones inconvenientes de todo tipo hechas por Hernández, Petro invocaba a un gran pacto nacional con un mensaje claro: su presidencia no supondría ningún trauma para los colombianos que no le votasen. Gobernaría para todos, insistía. Sin miedos. Gutiérrez-Rubí hizo que difundiera lo que llamó, con grandilocuencia, un mensaje a la nación. De corte presidencial, al estilo de la famosa carta de Lula al pueblo brasileño. En esas llegó la orden de celebrar un debate. El comunicado suicida de la campaña de Rodolfo y la frase triunfante del asesor sosegado (“acabamos de ganar”). Otros asesores de Petro le recomiendan que vaya a Bucaramanga, la ciudad de su rival, para dejar en evidencia que Hernández se esconde, que es un cobarde. El analista español le recomienda que no lo haga, que permanezca en Bogotá, que proyecte una imagen de grandeza. Su contrincante ya está en el barro y no debe meterse ahí con él.

El sábado, el día antes de las elecciones, juntó a un grupo reducido de personas en su hotel para explicarles en un PowerPoint por qué pensaba que al día siguiente iba a ganar su cliente, pese a lo que decía la mayoría de sondeos públicos. Sirvió agua a los presentes, que arquearon las cejas al ver las estadísticas. La sensación era que Rodolfo iba en cabeza. El domingo, Petro sumó 11,2 millones de votos, el mejor resultado de la historia. Mientras Petro se emocionaba hasta las lágrimas celebrando la victoria y la gente se echaba a la calle, él se fue temprano a dormir al hotel. Al día siguiente tenía que coger un vuelo. El trabajo estaba hecho.

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Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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