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Es hora de apagar el móvil

La conexión continua mina nuestras relaciones, nuestra creatividad

Foto: reuters_live | Vídeo: SR. GARCÍA
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Hipnotizados. Con la cabeza gacha. Absortos con la pantalla, saltando de una conversación de WhatsApp a otra para contestar a los mensajes que se agolpan. Chequeando el globito rojo del Facebook, el correo electrónico, el Snapchat, el último me gusta en Instagram. Pendientes también del grupo de mensajería instantánea que se le ocurrió abrir al jefe y por el que entran instrucciones en cualquier momento del día, cuando toque, da igual, siempre vamos a estar ahí, disponibles, accesibles, localizables, preparados para enfundarnos el mono de empleado dispuesto. Esta es la norma que parece haberse impuesto en la cultura del trabajo (y de las relaciones sociales) que alumbran las nuevas tecnologías y sobre las que, tal vez, no ha habido demasiado tiempo para reflexionar. ¿Se puede vivir así? ¿Se debe?

La hiperconectividad que nos invade se ha instalado sin normas de etiqueta, sin códigos de conducta acordados, sin protocolos, sin tiempo para que procesemos su impacto. Los usos sociales, en ocasiones abusivos, han abierto paso a la necesidad de legislar, como acaba de hacer Francia. Desconectar es un derecho. Desconectar del trabajo, desconectar del móvil. De ahí la necesidad de reconocer el derecho a desconectar.

¿Qué le dirías a tu jefe para que te deje desconectar?

Envíanos a participacion@elpais.es el e-mail que le mandarías a tu jefe explicándole por qué tiene que dejarte desconectar cuando no estás en el trabajo. El próximo martes 28 de febrero publicaremos los mejores, de manera anónima, en la sección IDEAS de EL PAIS.

Existe un código, variable, con distintas versiones, pero asentado, de cómo comportarse cuando uno se sienta a la mesa a compartir una comida. De qué hacer si un anciano entra por la puerta del metro. De qué decir cuando alguien hace algo por nosotros, gracias. Del móvil, no nos han dicho nada. Lo desbloqueamos entre 80 y 110 veces al día, según indican estudios de Apple y del fabricante de apps Locket. Se ha instalado tan rápido en nuestras vidas que no ha habido tiempo de consolidar normas de convivencia. Abunda el uso desordenado, caótico, en ocasiones asilvestrado. Y así nos va.

Francia, como siempre pionera en cuestiones laborales, ha sido la primera en actuar. Desde el pasado 1 de enero, todas las empresas de más de 50 trabajadores deben fijar horarios de conexión al móvil e Internet acordándolos con la plantilla. Los empleados tienen derecho a disfrutar de 11 horas de descanso entre dos jornadas de trabajo.

“La hiperconectividad
es perjudicial para la salud, como el tabaco”, dice el filósofo Puig Punyet

No es el único sitio donde se adoptan medidas. Más de cien municipios catalanes ya se han adherido a una reforma que pretende “humanizar” los horarios para que la gente pueda recuperar su vida fuera del trabajo, y que implica no convocar reuniones después de la cuatro de la tarde y no enviar e-mails a partir de las seis —­la iniciativa recibe el nombre de Red de Ciudades y Pueblos para la Reforma Horaria—. En Alemania, Volkswagen implantó un bloqueo de acceso al correo del móvil entre las 18.15 y las siete de la mañana. Hay un proceso de cierta desconexión en marcha.

“Es necesario abrir un debate legal, sociológico y político”, afirma Víctor Salgado, abogado especializado en nuevas tecnologías. “Todos estamos siendo teletrabajadores, los asuntos del trabajo nos siguen asaltando al llegar a casa, sentimos la presión de tener que contestar. Y si la comunicación se hace con una cuenta de WhatsApp, y se puede comprobar si uno ha leído o no el mensaje, ya es la máxima invasión”, sostiene. Desde la Colorado State University, la doctora en Filosofía de Empresa e investigadora en el campo de recursos humanos Samantha A. Conroy abunda, vía telefónica, en la cuestión: “Tu éxito en una empresa puede depender de que estés siempre disponible”. O formulado de otro modo: tu continuidad, y más en mercados laborales líquidos, pende de que lo estés. Es más, muchas personas (numerosos autónomos, por ejemplo) no se pueden permitir el lujo de desconectar, a riesgo de perder un encargo.

En un trabajo de investigación llevado a cabo en Estados Unidos por Conroy junto a sus colegas Liuba Belkin, de la ­Lehigh University, y William Becker, de Virginia Tech, y cuyos resultados provisionales se presentaron el pasado mes de julio, se subraya que el problema no es solo tener que dedicar tiempo a contestar correos electrónicos a deshoras, sino el “estrés anticipatorio” que supone la expectativa de que entre un e-mail al que uno deba contestar. “Esa expectativa es lo que influye en que el empleado no pueda desconectar. Siente la presión de tener que estar comprobando su correo, de tener que estar listo para contestar si es preciso”.

Cuenta Conroy que las 567 personas que explicaron sus hábitos de correo electrónico para el trabajo de investigación confesaron que dedicaban, de media, cerca de ocho horas a la semana a contestar correos fuera de su horario de oficina. El título del estudio: Exhaustos, pero incapaces de desconectar.

La legislación francesa, pues, viene a satisfacer una demanda silenciosa, que late. El 37% de los trabajadores del país galo usan el correo electrónico u otras herramientas de trabajo fuera de su horario laboral, según un estudio del año 2015 de la consultora Eléas. En España lo hace el 67%, atendiendo a las cifras de un estudio de la consultora de recursos humanos Randstad, que señala que el 41% de los trabajadores afirman sentirse presionados para responder llamadas y e-mails durante sus vacaciones.

Un hombre con su tableta en un restaurante de Barcelona.
Un hombre con su tableta en un restaurante de Barcelona.Albert Garcia

“Estamos en un momento de hiperconsumo de las nuevas tecnologías”, sostiene Enric Puig Punyet, autor de La gran adicción (Arpa Editores), un libro dedicado a la hiperconectividad, “y ya vemos los inconvenientes: dependencia, ansiedad, falta de gestión del propio tiempo, el mal uso que de ellas hacen las empresas”. Puig, doctor en Filosofía, no tiene claro que una normativa sea la solución, y menos si es tan abierta como la francesa, pero sí saluda que se hable de la cuestión. “Deberíamos apuntar a una sociedad que entienda que esta hiperconectividad es perjudicial para la salud, como el tabaco”.

La capacidad de conectarse en cualquier lado, en cualquier momento, tampoco puede ser demonizada. De entrada, hay actividades en las que resulta insoslayable. Más allá de los abusos de aquellos para los cuales el trabajo es lo único —uno de cada tres empleados escoceses declaran que sus jefes consideran que deben anteponerlo a su vida personal, a su familia, según un estudio de YouGov for Relate and Relation­ships—, las nuevas herramientas han supuesto, en muchos casos, una liberación. Han agilizado el trabajo. Permiten que se pueda cumplir desde cualquier sitio, en cualquier momento. Una flexibilidad que es muy bienvenida, por ejemplo, a la hora de conciliar. “Se han creado nuevas oportunidades laborales, nuevos trabajos que se pueden hacer desde casa”, subraya en conversación telefónica desde Londres Anna Cox, psicóloga y directora adjunta de UCLIC, un centro de estudios de la interacción humano-computadora de la University College London (UCL). “Ha mejorado la calidad de vida de los trabajadores, son más productivos. La nuevas tecnologías han tenido un impacto realmente positivo”.

Esta estudiosa de los equilibrios entre vida personal y laboral considera que una ley como la francesa no es necesaria. “Me preocupa cuando las empresas y los Gobiernos ponen en marcha políticas que nos llevan 20 o 40 años atrás, que dificultan que podamos trabajar con flexibilidad”. Que se pongan trabas a que un empleado, por ejemplo, pueda organizarse para recoger a los niños a las cinco de la tarde y seguir trabajando en casa un par de horas más gracias a las nuevas herramientas le parece un atraso.

Cox considera que la situación ideal es que el trabajador pueda elegir. Los hay que prefieren fronteras claras entre vida personal y laboral. Los hay que las prefieren flexibles. Y en cualquier caso, siempre estará ahí la opción de usar aplicaciones para separar ámbitos. Distintas cuentas de correo, distintos teléfonos. El desafío es que los empleados puedan comunicar de algún modo un mensaje que no sea entendido como una maniobra de escaqueo: ahora no estoy trabajando.

Estar afanado tecleando con el móvil entretiene; en ocasiones, engancha; ayuda a mitigar según qué vacíos

Desconectar es sano. “Estar constantemente conectado al trabajo crea un estrés que no es bueno para el cerebro ni para muchos otros órganos”, afirma sin ambages Javier de Felipe, neurocientífico del Centro Superior de Investigaciones Científicas y uno de los coordinadores del Human Brain Project, proyecto europeo de investigación del cerebro.

Junto a los mensajes relevantes que entran cada día en nuestra vida por algunos de los canales de comunicación que tenemos abiertos (mensajería instantánea, redes, e-mails) se cuelan decenas de partículas de comunicación que configuran una maraña, puro ruido, que no hace otra cosa que nublar y, acaso, adormecer nuestras mentes.

“Parece difícil decir:‘te quiero pero no voy a responder siempre a los ‘whatsapps”, dice la socióloga Lasén

Vivimos permanentemente en alerta, dispuestos a responder a un nuevo estímulo, a una nueva dosis de adrenalina generada por un globito en la pantalla.

“Los estudios demuestran que cada vez somos menos capaces de tolerar el tiempo que estamos a solas con nuestros pensamientos. Necesitamos conectar con nosotros mismos”. Así se expresa por correo electrónico Sherry Turkle, prestigiosa psicóloga y profesora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), autora de En defensa de la conversación (Ático de los Libros), una obra en la que invita a utilizar con cabeza las nuevas herramientas tecnológicas. “La cultura de estar siempre conectado mina la creatividad de la gente, su capacidad para la soledad, sus relaciones. Al final, sufre su productividad, así como su bienestar”.

Las fronteras entre vida personal y laboral se difuminan cada vez más. Y si hay un espacio en el que eso toma cuerpo es en los teléfonos inteligentes, que parecen venir a paliar algunas de las más profundas necesidades humanas. Sumergirnos en ellos nos permite relacionarnos, mantener la mente ocupada, nos evita enfrentarnos a la soledad, a nuestros pensamientos. Casi siempre aparece alguien en un grupo de Whats­App, en Facebook, en Instagram o en Snapchat que nos ofrece, por un instante, la ilusión de que no estamos solos.

Pero lo estamos. Frente a una pantalla. Frente a dos pantallas. Solos.

Francia protege a los empleados del ‘queme’ laboral

Los franceses han querido ser avanzadilla en el derecho a desconectar, en parte como respuesta a los múltiples casos de burnout [agotamiento, queme] que se han producido en los últimos años como consecuencia de la presión laboral. En 2008 y 2009 se produjeron 35 suicidios en una compañía como France Telecom (que se reconvirtió en Orange). También los hubo en Renault. En territorio francés ya hay empresas como Axa, la propia Orange o el servicio de correos La Poste que pusieron en marcha, antes de la entrada en vigor de la ley, medidas para que no haya obligación de contestar e-mails fuera del horario de trabajo.

La redacción final del texto legal, no obstante, ha quedado un tanto indefinida y muy abierta a la interpretación que se haga en cada lugar de trabajo. Son las empresas las que deben pactar con los trabajadores qué medidas tomar para garantizar la desconexión.

La conexión permanente, de hecho, parece encajar muy bien con la naturaleza humana. Somos una especie social, necesitamos relacionarnos con otros, y la tecnología nos permite desarrollar esta faceta. Además, somos curiosos, como bien señala Nuria Oliver, experta en nuevas tecnologías, inteligencia artificial y directora científica de datos de la Data-Pop Alliance: “Accedemos a información, a estímulos, 24 horas al día: Internet no cierra nunca”.

Así, poco a poco, vamos perdiendo la capacidad de tolerar el aburrimiento, una de las fuentes de la creatividad. Cuando alguien se aburre, algo se tiene que inventar para pasar el rato. Abrir un mensaje o comprobar si hay algún me gusta en el último post que uno ha publicado en una red social es una tentación difícil de resistir. “Es fácil entrar”, señala Oliver, “en el ciclo adictivo de la tecnología”.

Resulta paradójico. A veces nos quejamos del aluvión de e-mails de trabajo a cualquier hora, de la entrada continua y masiva de whats­apps de todo tipo, mensajes que nos distraen, a los que nos vemos obligados a contestar. Pero tampoco podemos vivir sin ellos, y contestamos. Mensaje llama a mensaje. Emitimos pequeñas partículas de comunicación, réplica, tontería, contrarréplica. Resulta divertido, sí; a veces, un poco pesado. Y no dejamos de alimentar a la bestia.

“Sufrimos las molestias de la hiperconexión pero nos mantenemos conectados”, señala Amparo Lasén, socióloga de la Universidad Complutense de Madrid. “Sentimos el agobio, pero nos convertimos en demandantes de esa hiperconexión. Parece difícil decir: ‘Te quiero mucho, pero no te voy a responder siempre a los whatsapps”.

Y, sobre todo, parece difícil dejar claro que en ningún sitio está escrito que uno tenga que responder de inmediato.

Las expectativas de disponibilidad, señala Lasén, son cada vez mayores. Se exige cada vez más rapidez en la respuesta. Algo que, cuando las demandas se multiplican, en según qué entornos laborales, convierte el trabajo en avanzado manejo de malabares.

Estar afanado tecleando con el móvil entretiene; en ocasiones, engancha; en otras, ayuda a mitigar según qué vacíos.

Al fin y al cabo, el artilugio siempre ofrece algo que hacer, una misión que cumplir, algo que da sentido a un día que, por lo demás, probablemente no será glorioso.

La emisión continua de mensajes, en cualquier caso, no es solo cosa nuestra. Obedece a una lógica, es algo que las grandes tecnológicas fomentan, es algo que late en la arquitectura de las redes, las dota de contenido, permite monetizar: mantener al usuario conectado genera business. “Cuanto más tiempo estemos conectados, más rentables somos para estas compañías”, dice Enric Puig Punyet. “Si no existiera ese modelo de negocio, ahora no llevaríamos todos Internet en el bolsillo”.

Más allá de las medidas que adopten las empresas o los Gobiernos estamos nosotros. Todos tenemos en el día a día nuestra pequeña cuota de responsabilidad en todo este asunto, todos podemos contribuir a una existencia un poco menos enloquecida.

Una cosa es que algunos no nos dejen desconectar. Otra, que nosotros desconectemos.

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Sobre la firma

Joseba Elola
Es el responsable del suplemento 'Ideas', espacio de pensamiento, análisis y debate de EL PAÍS, desde 2018. Anteriormente, de 2015 a 2018, se centró, como redactor, en publicar historias sobre el impacto de las nuevas tecnologías en la sociedad, así como entrevistas y reportajes relacionados con temas culturales para 'Ideas' y 'El País Semanal'.

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