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¿Por qué los tibetanos soportan las alturas?

La población heredó de los arcaicos denisovanos el gen esencial para vivir con poco oxígeno

Monjes tibetanos observan una carrera de deportes de aventura.
Monjes tibetanos observan una carrera de deportes de aventura.Paco Nadal

De los enigmas esenciales que plantea la evolución biológica, ninguno toca más de cerca la historia y la cultura que el origen de las adaptaciones que distinguen a unos seres humanos de otros: la piel clara en las latitudes nórdicas o la resistencia a la malaria en los trópicos, donde es endémica. Una de las más llamativas es la adaptación a las alturas de los pobladores del Tíbet, que les permite vivir a más 4.000 metros de altitud con una salud, una energía y una fertilidad que ningún otro humano puede alcanzar en semejante escasez de oxígeno. ¿Cómo lograron los tibetanos ese atributo? Hoy tenemos la respuesta: robándole un gen a los denisovanos, la especie arcaica que campaba por esas alturas asiáticas antes de que los humanos modernos saliéramos de África.

Así como la población europea heredó de los neandertales los genes esenciales para soportar el frío de las estepas del continente, los tibetanos tomaron de los denisovanos –los antiguos humanos que poblaron Asia— un gen clave para adaptarse a las altitudes extremas, una cualidad, por cierto, muy envidiada por los escaladores occidentales. El gen se llama EPAS1, y permite a sus portadores vivir a las bajas concentraciones de oxígeno imperantes en las alturas del Tíbet. Los investigadores dirigidos por Rasmus Nielsen, de la Universidad de California en Berkeley lo han descubierto secuenciando (leyendo) el ADN de 40 tibetanos y 40 chinos de la etnia Han, la mayoritaria en el gigante asiático.

Hace solo ocho años, la mera hipótesis de que los humanos modernos pudieran haberse cruzado con otras especies arcaicas tras su salida de África se consideraba una herejía científica, o al menos una teoría marginal (y marginada). La primera demostración de esa actividad sexual irregular fue obtenida en 2006 por el genetista de la Universidad de Chicago Bruce Lahn, que observó con técnicas genómicas que un gen llamado microcephalin, importante para el desarrollo del cerebro, había llegado a los eurasiáticos actuales procedente de los neandertales: es decir, que había habido sexo entre ambas especies.

El hallazgo fue recibido con general escepticismo por la comunidad paleontológica, y en consecuencia rechazado por las principales revistas científicas, como Nature y Science. Pero el líder del campo del ADN antiguo, Svante Pääbo, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, consideró que las evidencias de Lahn eran muy sólidas. Y poco después, cuando presentó el primer genoma de un neandertal, obtenido a partir de un hueso fosilizado, él mismo se convirtió en un defensor de la teoría de los cruzamientos: había poca duda de que los neandertales nos habían pasado algunos genes, aunque no muchos. Hubo sexo, pero poco. Nada extraordinario.

“En mi opinión está claro que la introgresión adaptativa, o importación de genes útiles de especies arcaicas, ha sido mucho más importante para la evolución humana de lo que se pensaba previamente”, dice a EL PAÍS el jefe de la investigación publicada en Nature, Rasmus Nielsen. “A medida que los humanos migraban fuera de África hace unos 50.000 años y encontraban nuevos entornos, el intercambio de genes con especies que ya estaban adaptadas a esas condiciones les ayudó a adaptarse mucho más rápido a los nuevos entornos que encontraban”.

‘EPAS1’ ya había sido identificado previamente como el gen con mayores signos de “selección positiva” en la población tibetana. Ese concepto es central en la teoría evolutiva: cuando un gen es importante en cierto entorno, se propaga con mucha rapidez –es decir, en pocas generaciones— entre la gente que vive allí, y eso deja signos evidentes en el genoma de las poblaciones actuales. En particular, no solo el gen ventajoso, sino también amplias zonas a su alrededor (haplotipos, en la jerga), llevan los marcadores de ADN de los denisovanos, en lugar de los marcadores modernos que aparecen en el resto de los humanos actuales.

El altiplano tibetano, situado a altitudes superiores a los 4.000 metros, es un entorno inhóspito para la inmensa mayoría de los humanos, debido a su bajo nivel de oxígeno atmosférico, un 40% inferior al característico del nivel del mar. Los tibetanos son conocidos entre los fisiólogos por haberse adaptado con espectacular eficacia a esas condiciones, con una fertilidad más alta de la que muestran allí otras personas, y una mortalidad infantil mucho más baja. Todo ello es debido a su peculiar respuesta fisiológica a los bajos niveles de oxígeno, de la que el mayor responsable es el gen ‘EPAS1’ que han heredado de los denisovanos.

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