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¿Nación federal o federación de naciones?

El debate territorial y el cierre del Estado autonómico, asignaturas pendientes de la democracia

Rafa de Miguel
Una bandera estelada pasa entre las manos de los participantes a la Diada.
Una bandera estelada pasa entre las manos de los participantes a la Diada.Albert Garcia

La anécdota retrata una época y su debate. En 1981, el viejo profesor, Enrique Tierno Galván, entonces diputado socialista, despertaba de una de sus habituales cabezaditas durante la sesión plenaria.

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—¿Qué debatimos?— preguntó a su vecino de escaño, Félix Pons.

—El proyecto de ley del Estatuto de Autonomía de La Rioja— le explicó.

—Estará usted bromeando, joven—.

Hoy La Rioja, como la mayoría de las comunidades autónomas, vive con normalidad y orgullo un autogobierno que ha servido, según consenso de la mayoría de políticos y expertos, para impulsar un desarrollo económico y social en toda España, y ayudar a equilibrar las desigualdades entre territorios heredadas de décadas de centralismo.

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El socialista José Bono, presidente durante más de 20 años de una comunidad donde el sentimiento autonomista era prácticamente inexistente, se proclama ahora convencido de las bondades del sistema: “Es el mejor invento que ha tenido Castilla-La Mancha en su historia reciente”, asegura. Sus razones, sin embargo, son de índole práctica, no responden a una redescubierta razón de ser histórica castellano-manchega. “No busco sus orígenes en la mitra toledana”, ironiza, en referencia al poder del señorío impulsado por el arzobispo Cisneros en el siglo XV.

Los constituyentes de 1978 quisieron dar respuesta a las demandas frustradas de un mayor autogobierno en territorios históricos como Cataluña, el País Vasco, y en menor medida Navarra y Galicia. Diseñaron un sistema abierto que diferenciaba “regiones y nacionalidades”—el eufemismo más cercano al término tabú: nación— , con la intención en primer término de que fueran estas comunidades las que recuperaran el régimen estatutario desarrollado durante la Segunda República y que frustró de raíz la Guerra Civil y los siguientes cuarenta años de franquismo.

Lo que esconden las palabras

La batalla territorial es también una batalla de las palabras. Si los constituyentes no se atrevieron a ir más allá y hablaron de "nacionalidades" es porque los términos están cargados de historia y ocultan, para los más críticos, intenciones jurídicas de mayor calado.
El Estatuto de Autonomía de Andalucía habla de "realidad nacional" y de "Patria Andaluza", y nadie recela. El fallido estatuto de Cataluña de 2006 usó el término "nación" en su preámbulo y el Tribunal Constitucional quiso de modo expreso vaciarlo de contenido jurídico. El reciente acuerdo entre el PNV y el PSE admite la discusión del País Vasco como nación, pero cada uno lo interpreta a su manera. Si para los nacionalistas detrás del término hay una idea de soberanía, para los socialistas vascos, que se aferran a la definición del Consejo de Europa, es solo la expresión de una realidad cultural, histórica y lingüística.
En Canadá, los nacionalistas quebequeses recelan del término nación, admitido por sus compatriotas anglófonos, y querrían llamarse a sí mismo un "Estado".
Michael Ignatieff, intelectual, jurista y político canadiense que ha dedicado parte de su vida a estudiar los nacionalismos en Europa, reduce la dureza de su visión crítica sobre estos movimientos en la última edición de su libro Sangre y pertenencia. "Es necesario un cambio de actitud, pero no la rendición del Estado central", escribe Ignatieff. "El reto para los Estados europeos es conservar su integridad soberana compartiendo el poder con sus naciones. No hay ningún motivo para pensar que Europa no logrará superarlo con éxito", concluye.

No iba a ser posible mantener esa diferencia. Encabezado por los partidos de izquierda —el PSOE en primer término—, un fuerte movimiento popular impulsó el acceso de Andalucía a la autonomía plena, por la vía rápida y a través de un referéndum (1980) que los partidos de derecha intentaron sin éxito despreciar y combatir.

El resto es historia conocida. El fallido intento de golpe de Estado de 1981, fruto en gran parte de la irritación de los militares por el avance del autonomismo, infundió un considerable temor en las dos principales formaciones políticas de la época, el PSOE y la UCD, y comenzó un proceso de armonización de competencias por arriba de todas las comunidades. Pactos posteriores y reformas sucesivas de los estatutos han creado 17 comunidades autónomas con competencias muy similares a las de los miembros de un Estado federal: sanidad, educación e impuestos, fundamentalmente.

“Ciertamente el camino hubiera podido ser distinto pero el impulso inicial, sobre todo a partir del referéndum andaluz, ya prefiguraba el resultado al que hemos llegado, muy cercano al Estado federal y, sobre todo, muy igualado en competencias, a excepción de los hechos diferenciales”, concluye el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona Francesc de Carreras en su reciente discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Dos son los problemas a los que hace hoy frente el diseño territorial de España, y el nudo gordiano solo se deshará si se consigue dar con una solución común a aspiraciones que, en un principio, parecen irreconciliables. Por un lado, son cada vez más las voces académicas y políticas que reclaman cerrar ya una estructura que, por su naturaleza, ha sido permanentemente expansiva. 

El PSOE ha sido el partido que ha llegado más lejos en su propuesta. En la Declaración de Granada, de julio de 2013, desarrollada más adelante en una propuesta de reforma constitucional, propone “avanzar hacia el federalismo con todas sus consecuencias”. En ningún momento, en una omisión consciente, se habla de Estado federal. Las palabras las carga el diablo, y el recuerdo del desastre federal que trajo la Primera República sigue muy presente. Se persigue así el esquema pero se evita el término. La propuesta aborda los asuntos pendientes del Estado de las autonomías: poner nombre en el texto constitucional a cada comunidad autónoma, “desarrollar los mecanismos de cooperación institucional” entre el Gobierno central y las distintas autonomías (el reclamado principio de lealtad federal), convertir el Senado en la verdadera Cámara territorial que no ha sido, lograr una financiación autonómica suficiente, justa y solidaria, y “respetar las identidades diferenciadas dentro de España”.

Y junto a todo eso, el rechazo al resurgido “derecho a decidir” reclamado en Cataluña y latente en el País Vasco. Un término que, desde el lado opuesto, se identifica como un derecho de autodeterminación camuflado que solo correspondería, en derecho internacional, a las antiguas colonias, y que desde el soberanismo catalán se defiende como la expresión última de un principio que, afirman, prevalece sobre la propia ley: el principio democrático. “Autodeterminación interna, sí; autodeterminación externa, no”, afirma Gregorio Cámara, catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad de Granada, diputado socialista y uno de los redactores de la propuesta de reforma constitucional del PSOE.

“Las comunidades autónomas deben ser capaces de adoptar decisiones internas, pero por los cauces legales. En el llamado derecho a decidir está en juego la soberanía, que según establece la Constitución reside únicamente en el pueblo español”, sostiene Cámara.

El problema reside en que la solución federalista, con su carga igualitaria, no gusta a nacionalistas ni independentistas, que en el caso de Cataluña han renunciado a la vía estatutaria y persiguen la secesión. El Tribunal Constitucional, que sistemáticamente ha tumbado sus intentos, ha marcado también el camino para que se pudiera llevar a cabo una consulta popular sobre la independencia: la reforma constitucional a través del camino diseñado por la propia Ley Fundamental, que permite la defensa de cualquier opción, “incluyendo las que pretendan para una determinada colectividad la condición de comunidad nacional”.

Algunos constitucionalistas, como Miguel Herrero de Miñón, rechazan la solución federal. “No contentaría a nadie ni solucionaría el problema”, afirma. Defiende más bien que se dé finalmente a Cataluña, a través de una Disposición Adicional en el texto constitucional, el reconocimiento especial que reclama.  El guardián de las esencias, el Tribunal Constitucional, puso el dedo en la llaga en una de sus primeras sentencias contrarias al proceso soberanista: corresponde a este órgano asegurar que se repeta el orden constitucional, pero son “los poderes públicos y muy especialmente los poderes territoriales que conforman nuestro Estado autonómico quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito”.

Y diálogo, coinciden todos los protagonistas de este debate, es lo único que ha faltado.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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