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Orgullo del Orgullo

Un doctorando de Derecho en Oxford cuenta cómo volvió a vivir el Orgullo este fin de semana, después del "miedo" que vivió durante años

La manifestación del Orgullo el pasado sábado.
La manifestación del Orgullo el pasado sábado.Juan Carlos Hidalgo (EFE)

He ido pocas veces al Orgullo. Los primeros años de juventud por miedo: miedo a que alguien pudiera reconocerme por la calle y lo pregonara después, miedo a que una cámara me grabara indiscreta y mis padres descubrieran mi sexualidad por televisión, miedo (el más real e inconfesable) a comprobar que encajaba entre todos aquellos desconocidos con los que compartía mucho más de lo que podía imaginar, una forma de entender y vivir el amor, y había llegado el momento de aceptarme como soy.

El miedo tardó en disiparse; de hecho, nunca desaparece del todo: el reparo a ir de la mano con tu novio en público, las bromas pesadas en la oficina, el insulto a altas horas de la madrugada cuando vuelves a casa con un ligue… Fue un proceso lento, incierto, con altibajos, que se fraguó lejos de las aglomeraciones: en el codo a codo con los amigos, página a página en los libros de historia, las novelas, los artículos de periódico y las leyes, en el cara a cara con los que se esforzaban a diario por silenciar mi voz y corregir mi deseo. Domesticado el miedo, los últimos años de universidad el Orgullo coincidía con los exámenes y solo fui capaz de doblegar mi sentido de la responsabilidad en contadas ocasiones; los años que compartí techo e ilusiones con una pareja que decía no creer en el Orgullo aprovechábamos que Madrid se llenaba para irnos de vacaciones; y el año pasado acompañé a alguien muy querido durante una operación quirúrgica lejos de la capital.

Álvaro Fernández de la Mora.
Álvaro Fernández de la Mora.

El viernes, por fin, estuve de nuevo en el Orgullo. Hacía calor en Madrid, mucho calor cuando salí de casa rumbo a Chueca para cenar con unos amigos. Estaba anocheciendo y el manto azul del cielo se iba tiñendo de rojo por encima de los rascacielos. Se respiraba un ambiente festivo en el Metro: amigos que coincidían de camino a la celebración y se saludaban efusivamente, parejas que charlaban cogidas de la mano, turistas cargados con maletas que miraban a la muchedumbre sonrientes, con la expectación del forastero que lleva meses soñando con descubrir una ciudad y se asombra ante lo colorido y ruidoso de un escenario que imaginó sin su gente. Decidí bajarme en Tribunal y cubrir los quinientos metros que me separaban del restaurante a pie para callejear por el barrio y seguir disfrutando del ambiente. Para mi sorpresa, la calle de Fuencarral estaba casi desierta. Me pregunté si acaso sería pronto todavía, o si había hecho mal siguiendo el consejo de varios amigos que aseguraban que era mejor salir el sábado si quería evitar las aglomeraciones. —¿Hay punto medio en el Orgullo? —pensé. Sin embargo, a medida que me fui adentrando en el corazón de Chueca, girando en la calle de las Infantas para desembocar en la Plaza de Vázquez de Mella (ahora compartida con Pedro Zerolo, siempre en la memoria), fui descubriendo con alivio que la afluencia de gente era constante: sería una noche concurrida pero sin llegar a agobiarnos.

La cena duró lo que duran las mejores celebraciones de la amistad, horas. Cuando salimos del restaurante la Plaza se había transformado: cientos de pequeños grupos de hombres y mujeres de todas las edades, orientaciones sexuales y nacionalidades charlaban animadamente, bebían, fumaban, reían, acompañaban sus bailes con canciones improvisadas y se dejaban ser en alegría. Estábamos felizmente rodeados. Nos abrimos paso a golpe de sonrisas e inofensivo coqueteo en busca de algún bar donde poder mover el esqueleto, pero en todos la cola daba la vuelta a la manzana o cobraban por entrar.

Tuvimos suerte: el auténtico Orgullo se vive en la calle: una pareja de italianos que tropiezan contigo y se acaban uniendo al grupo en una conversación a caballo entre el inglés con marcado acento mediterráneo y el español italianizado, un joven de cuerpo musculoso y sonrisa pícara que se acerca con descaro a la única mujer del grupo y te acaba pidiendo su número a hurtadillas mientras ella se fotografía con varios desconocidos, un hombre que pasea desnudo ante la atenta mirada de todos los presentes, dos suecas que nos sacan dos cabezas y nos preguntan en prefecto inglés acerca de la cultura española, un británico recién llegado de Los Ángeles que es idéntico a David Beckham y que tan pronto insulta a sus conacionales a propósito del Brexit como se arranca a cantar los grandes éxitos de las Spice Girls, cuatro hombres gruesos y barbudos que alegan tener una relación a cuatro y ser un claro exponente del amor libre a pesar de ignorar sus respectivos nombres, un empresario atractivo y con gafas de postín más preocupado por los pecados que aún no ha cometido que por aquellos que carga sobre sus espaldas, un hombre vestido de cardenal que impone sus labios a los penitentes que se le acercan, una muchedumbre de lo más variopinta agolpada en la pantalla de tu móvil cuando presionas el botón para hacerte un selfie con tus cuatro, que ahora son 40, amigos.

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Ambiente en la plaza de Colón, tras la manifestación del Orgullo.
Ambiente en la plaza de Colón, tras la manifestación del Orgullo.J.P.GANDUL (EFE)

Nos dejamos arrastrar por la efusiva generosidad y la alegría que se arremolinaban en las calles de Madrid; nos dejamos contagiar por la tolerancia que se ejerce con conciencia, por las ganas de disfrutar del momento y de los demás, por las ganas, en definitiva, de vivir. Nunca había participado de algo parecido, no ya en el Orgullo sino en cualquier manifestación, espectáculo o fiesta popular: ese sentimiento de afinidad, de camaradería respecto de miles de (des)conocidos; ese sentimiento de formar parte de algo que va mucho más allá de la suma de sus partes, de compartir unos valores que están en el origen de nuestra humanidad; ese sentimiento de estar hermanados en la esperanza, en la esperanza y el amor.

Álvaro Fernández de la Mora (Madrid, 1988) es licenciado en Derecho por la Universidad Pontificia Comillas, LLM por la universidad de Derecho de Harvard y ahora cursa un doctorado en Oxford.

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