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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

España: ¿otro 98?

Las crisis históricas han producido eclosiones ideológicas donde la pregunta central consistió en conocer las causas de una decadencia demasiado real

Antonio Elorza

Las crisis históricas españolas han producido eclosiones ideológicas donde la pregunta central consistió en conocer las causas de una decadencia demasiado real, a falta de una actuación eficaz del Estado. Tal vez la centralidad de la cuestión económica hizo que en la de 1600 las reflexiones de muchos de los buscadores individuales de soluciones, los llamados arbitristas, aportasen diagnósticos aun hoy válidos. En la del 98, en cambio, la convergencia de factores políticos, económicos y culturales, en un país sin economistas, favoreció la deriva del regeneracionismo hacia ese "empirismo de corto vuelo" que lamentara Manuel Azaña. Hubo excepciones egregias, como Ortega o el primer Maeztu, que confirman la regla.

Ahora corremos el riesgo de repetir el 98, tanto en lo que concierne a la amputación territorial como en lo que toca a las reflexiones políticas, de nuevo sobre el telón de fondo del vacío mental de la clase política. Es cierto que algunos constitucionalistas —Blanco Valdés, Muñoz Machado, Carreras— se han volcado a la hora de aportar ideas críticas y soluciones técnicas a la crisis de nuestro Estado. Pero la mayoría se han ausentado del debate, lo mismo que politólogos, historiadores y economistas. Han aparecido en cambio, y ya abundan, quienes se adornan con generalizaciones académicas como forma de eludir el compromiso sobre temas tan poco rentables para la imagen personal como es la secesión de Cataluña. Cuanta más equidistancia, mejor, según vimos en el panorama del último Babelia.

La trayectoria seguida desde 1975 permite fijar con claridad los problemas concretos, no el problema de España. El balance no es desdeñable: la mayoría de los españoles viven mejor, son más cultos y son discretos ciudadanos. La democracia, que no la organización territorial del Estado, es mejorable, pero funciona, y la mejor prueba es cómo el aparente búnker de los dos grandes partidos se agrieta ante la presión de los votos y los recién llegados. Desde las elecciones de diciembre se abrirá la posibilidad de corregir el incremento de la desigualdad bajo el PP, y de emprender por fin la lucha contra una corrupción inserta en nuestro sistema, pero que no afecta a su estructura, aunque sí a la vida política.

Nacionalismos arraigados y la inevitable construcción del Estado de las autonomías a golpe de demandas sucesivas, han determinado su pésimo funcionamiento. E impulsado las presiones centrífugas, hoy la catalana al borde de la fractura. De ahí la urgencia de una reforma constitucional que configure un Estado federal bien delimitado en su estructura interna y en sus aspectos fiscales, habida cuenta de la inevitable rémora vasca. Y abierto, no a singularidades, sino a consolidar la democracia y a dar respuesta a demandas, autodeterminación incluida, una vez establecido. Falta tiempo.

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