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Columna
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El sueño de una Gran Andorra

Los nacionalismos exclusivos manipulan los sentimientos en detrimento de la razón

Para quienes gritan escandalizados "Madrid nos roba" habrá sido una dolorosa sorpresa el descubrir a los saqueadores en su propia casa. La prodigiosa saga de la familia Pujol —del expresident, su inefable esposa y toda la prole— ha expuesto a la luz la cruda verdad de la apropiación a mansalva del dinero público por unos próceres que, tras la pantalla de sus supuestos valores éticos y esencias patrias, conciben sus funciones como un coto o botín de su exclusiva propiedad. Las comisiones cobradas a la red clientelar y el amiguismo institucional en nada se distinguen de las restantes autonomías, y el ciudadano catalán verifica atónito que los millones blanqueados y enviados a paraísos fiscales operan de igual modo que en el resto de la península. Aunque Mas, consejero de Obras Públicas por cierto del expresident, finja estupor y confusión y afirme que se tomarán las medidas oportunas para remediar la situación, su credibilidad está por los suelos.

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La apuesta independentista de Convergència no se ajusta siquiera a la derrotada de Escocia. El programa de esta contenía un capítulo social contrapuesto al del conservadurismo inglés y los recortes sociales que arrojaron a la calle a docenas de millares de obreros de Glasgow. En el caso español, los programas de Mas y Rajoy son idénticos. Resulta comprensible que, si Cataluña fuera Dinamarca o Suecia y España lo que es, tuvieran deseos de independizarse y entrar en la pequeña lista de países que justamente reivindican su transparencia y honradez, pero, desvanecida la gran fiesta de las emociones identitarias, el panorama que se divisa en Cataluña no tiene nada de reconfortante. El salto al vacío del secesionismo —la probabilidad de quedar fuera de la Unión Europea y del euro— pone en entredicho el sueño de los políticos nacionalistas del entorno del president: convertir a Cataluña en una Gran Andorra en donde circularían libremente capitales y bienes, los magnates del casino global invertirían sus millonarias cuentas y los recién estrenados ciudadanos, investidos de su flamante identidad, serían felices y comerían perdices.

Digámoslo bien claro: los nacionalismos exclusivos manipulan los sentimientos en detrimento de la razón y se encierran en el falso dilema entre lo bueno nuestro y lo malo ajeno. Aleccionado por mi ya larga experiencia de las identidades colectivas y mi subsiguiente desconfianza en ellas, mi antinacionalismo, ya sea vasco, catalán o español, me lleva a suscribir por entero el párrafo de uno de los manifiestos llegados últimamente a mis manos: “Queremos luchar por una Cataluña y una España diferentes, que hagan suyas las convicciones y la tradición progresista y de izquierdas de millones de demócratas, librepensadores, republicanos, catalanistas, socialistas, comunistas o anarquistas”. Creo que dos de los intelectuales peninsulares que más admiro —Pi y Margall, efímero presidente de la Primera República, y Manuel Azaña, nuestro último jefe de Estado libremente elegido— podrían estampar su firma en él.

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