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Columna
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Nacionalismo y economía

Los nacionalismos han respondido a la evolución de transformaciones capitalistas

Antonio Elorza

En tiempos de utilización masiva del marxismo como método para la explicación de los fenómenos sociales, un conocido historiador se vio obligado a desautorizar su aplicación esquemática, en particular a la historia de las ideas, advirtiendo en tono de broma que no era cierto que cada clase social llevase encima su ideología como la bestia de carga porta su albarda. Pero eso no significa que el análisis de las ideologías y de los comportamientos políticos por ellas influidos pueda prescindir de las relaciones de poder en el interior de una sociedad, y de la consiguiente jerarquía de clases y de intereses económicos. Marx sigue aquí en parte vivo, como el concepto de ideología dominante, y basta pensar en lo que son el PP y su política para comprobarlo.

Los nacionalismos no son una excepción, y menos en España, donde el desarrollo, los cauces y las frustraciones de los movimientos nacionalistas han respondido a la evolución de las transformaciones capitalistas en cada espacio, en el marco del atraso económico que estranguló durante el siglo XIX la construcción del Estado-nación. La “excentralización” de Galicia, de que hablara el precursor Faraldo, su marginación económica, impidió, lo mismo que para Bretaña y Provenza en Francia, que de los factores “objetivos” surgiera un nacionalismo consistente. Otro tanto diagnosticaba Engels para los vascos hacia 1850, si bien aquí la industrialización rompió el pronóstico pesimista, siendo entonces el mejor ejemplo de que la adscripción al nacionalismo responde a la diversificación de intereses en el interior del desarrollo capitalista. Una cosa eran los sectores dominantes (industriales, financieros) y otra los hermanos enemigos Sabino Arana y Sota. Claro que el nacionalismo requiere ser interclasista, como espejo de toda su nación, y a ese efecto las tradiciones y las invenciones culturales, la creación de símbolos, el rechazo de otras políticas, singularmente la estatal, generan una dinámica política autónoma que a veces, como en la gestación de ETA o ahora en el catalanismo, hace peligrar sus intereses materiales.

¿Quien puede dudar que CiU o el PNV sean partidos de las respectivas burguesías, o élites económicas? Ello no supone verles como las albardas antes citadas. Una dinámica de radicalización al modo catalán puede sugerir una fractura total, pero hasta el Estatuto frustrado y mientras el objetivo era el Pacto Fiscal, la coincidencia fue absoluta. Por mucho que presionaran las élites culturales, el independentismo político estaba en el 10%. Luego vino el desbordamiento y con él la imagen retrospectiva de disociación. A la inversa, en Euskadi el soberanismo se ha amortiguado al ser consciente el PNV (Urkullu vs Ibarretxe) de los grandes beneficios del Concierto económico en plena crisis. Aunque la economía no basta para contrarrestar los errores políticos.

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