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Jueces sin toga

4.000 españoles formaron parte de un jurado en 2012, pero la institución no arraiga El Gobierno planea reducir sus atribuciones

Los integrantes de unos de los primeros jurados en Barcelona, en 1996.
Los integrantes de unos de los primeros jurados en Barcelona, en 1996. Tejederas

"Por lo anterior, encontramos culpable de un delito de homicidio, por votación unánime, a Alberto Aragonés Bermejo”. El portavoz del jurado, un hombre joven, vestido con camiseta y vaqueros, lee con voz clara el veredicto de culpabilidad para el principal implicado, que se repetirá también para otros tres cómplices, en el homicidio de un joven, Héctor Valero, en 2011. El silencio es total. Ni los acusados ni sus abogados mueven un músculo mientras escuchan las palabras fatídicas. Un sollozo ahogado se escapa de la garganta de algún familiar de la víctima.

Una emoción profunda llena la sala diminuta de la Audiencia de Madrid, cercada por el sol del verano, donde cinco mujeres y cuatro hombres anónimos, escogidos al azar, acaban de hacer justicia. Después de casi tres semanas de jornadas maratonianas de mañana y tarde, y dos días de deliberaciones, el caso Héctor Valero ha concluido. Valero, un estudiante de 22 años de Sevilla La Nueva (a unos 40 kilómetros al suroeste de Madrid), que había presenciado un día cómo Alberto Aragonés agredía a otro joven partiéndole la nariz, iba a testificar contra él en un juicio de faltas. Su verdugo, irritado, le partió el corazón de una puñalada una fatídica mañana de septiembre de 2011.

El veredicto ha sido unánime, aunque habría bastado una mayoría de siete votos para declarar culpables a los acusados (cinco en caso de no culpabilidad). La sentencia la dictará la magistrada, una mujer rubia, en los cuarenta, que, atendiendo a la petición del fiscal, decreta la prisión sin fianza para tres de los enjuiciados (el cuarto estaba preso ya). Y entonces sí se escucharán gritos —“Fiscal, ¡hijo de puta!”— y golpes y patadas que destrozarán parte de la decoración del vestíbulo de la planta baja del edificio.

En España, 3.971 personas formaron parte de un jurado el año pasado. Cobraron dietas de 67 euros diarios, comieron y cenaron (según la duración de las vistas) por cuenta del Estado, que les abonó también los desplazamientos y las noches de hotel necesarias mientras deliberaban. Los juicios con jurado siguen siendo una minoría. En 2012 hubo 361 entre cientos de miles de procesos. Y desde que entró en vigor la Ley del Jurado, aprobada en mayo de 1995, se calcula (no hay datos exactos) que habrá habido unos 5.000, con 55.000 ciudadanos implicados en esta rueda apasionante, compleja, a veces temible, de la justicia. Españoles de a pie han juzgado asesinatos, homicidios, delitos de coacciones, allanamiento de morada, cohecho, malversación de caudales públicos, infidelidad en la custodia de documentos o incendios. En 2011, uno de los veredictos más polémicos fue el que emitieron nueve valencianos que absolvieron al expresidente de su comunidad Francisco Camps de un delito de cohecho.

Algo así no se repetirá cuando se apruebe, después del verano, el nuevo Código Procesal Penal, porque limita el juicio con jurado a asesinatos y homicidios consumados. Muchos defensores del tribunal popular ven en esta revisión una pequeña derrota. Un paso atrás. Otros la encuentran razonable. “La gente se lía mucho con los conceptos jurídicos como cohecho, o el allanamiento de morada. Un asesinato, todo el mundo lo entiende”, dice una agente que lleva tres años en la oficina del jurado de la Audiencia de Madrid.

Manuel, de 26 años: “Ser jurado es un marrón auténtico. Pero difícil, no. Te lo dan todo bastante mascado”
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De hecho, la mayoría de los jurados han juzgado hasta ahora homicidios o asesinatos. Casos estremecedores, y a menudo muy complejos, que dan una idea de la dificultad de ser jurado. “Yo lo encuentro un marrón auténtico. Pero difícil, no. Te lo dan todo bastante mascado con el objeto de veredicto”, dice Manuel, nombre supuesto de un hombre de 26 años que pasó hace un tiempo por esta experiencia.

Manuel se refiere al guion que redacta el magistrado que preside la sala, de común acuerdo con fiscal y abogados. Un listado de preguntas clave sobre el caso, que el jurado tendrá que declarar probadas o no probadas, y en función de ello emitir un veredicto. Es una forma de guiar a los ciudadanos por el laberinto del proceso, porque en España funciona un sistema de jurado puro, al contrario que en países de nuestro entorno donde los tribunales los integran legos y profesionales (jurado escabinado). Además, al jurado se le exige un veredicto motivado. Y no siempre se consigue articular correctamente esta motivación. Por eso, la reforma simplifica el objeto de veredicto e impide que se pueda apelar la decisión de un jurado por defectos en la motivación.

Hay que comprender que no existe una escuela de jurados, y que esta responsabilidad puede caerle encima a cualquier español mayor de 18 años, siempre que sea ajeno a la administración de justicia y al poder político en cualquiera de sus niveles. Los años pares se sortean en cada provincia, utilizando las listas del censo electoral, unos miles de nombres, de acuerdo con las expectativas de juicios a celebrar por las respectivas audiencias. Y cuando se prepara un juicio, se eligen al azar 36 nombres de esa bolsa y se les convoca en la Audiencia.

“Cuando me llegó la carta, me sorprendió porque no tenía ni idea de que en España existiera el jurado”, reconoce Manuel. “Pero una vez que te toca, pues intentas hacerlo lo mejor que puedes con las pruebas que vas viendo, claro. Ha sido una convivencia muy intensa con los otros jurados. Casi como un Gran Hermano a lo bestia”. Una experiencia que contar a los hijos, quizá, que le ha permitido comprobar que la justicia española funciona mejor de lo que pensaba. “Escuchar a jueces y letrados fue una maravilla. Luego te engancha un poco el morbo de poder ver directamente las pruebas. La verdad es que para mí fue muy emocionante”.

Manuel mantiene una reserva obligada en lo que se refiere a las deliberaciones, un momento crucial donde a veces surgen fricciones entre los jurados. Por eso hay quien considera que habría que mejorar “el proceso de selección”, como dice Raquel (nombre supuesto), una mujer que ha pasado hace poco por el trance de juzgar a un presunto asesino. “Habría que evaluar las capacidades de comprensión, razonamiento lógico, de memoria, de quien va a integrar un tribunal del jurado”, dice. Y es que a Raquel le resultaron especialmente complicadas las deliberaciones para alcanzar un veredicto. “Obtener un resultado que satisfaga a todos, y del que todos y cada uno de los miembros del jurado son responsables individualmente, para mí ha sido muy complicado y duro, especialmente por las consecuencias de las decisiones que un jurado debe adoptar”. En juego estaba el destino de un ser humano, delincuente o no, y eso implica una responsabilidad enorme, cree ella. “En mi caso no pude dejar al margen el hecho de que estaba frente a una persona, acusada de un delito, pero persona, a la que en caso de resultar probados los hechos de los que se le acusaba había que aplicarle la pena”. Por eso está convencida de que habría que afinar la selección de jurados.

Una criba como la que propone Raquel iría, sin embargo, en contra de la propia ley, que otorga a cualquier español de a pie la capacidad de juzgar. “Si es que la misión del jurado es valorar las pruebas que se le presentan”, dice Antonio María Lorca Navarrete, catedrático de Derecho Procesal en la Universidad del País Vasco y vicepresidente de la Asociación Pro Jurado. “Yo no creo en la justicia. Al menos, no en el sentido tomista. Lo que importa es que haya un proceso justo”, dice. Lorca parece desanimado con el escaso eco que ha tenido el jurado en estos 17 años. “La ley ha pasado socialmente muy desapercibida”. Algo parecido piensa la magistrada Ana Ferrer, presidenta de la Audiencia Provincial de Madrid. “La función esencial del jurado es acercar la justicia al ciudadano. Si me preguntas si se ha conseguido, pues probablemente no”, reconoce Ferrer, sentada en su despacho con espléndidas vistas sobre el monte de El Pardo.

Según esta magistrada, el gran problema es que con el jurado se trata de implantar un sistema distinto al de nuestra tradición jurídica, basada en la motivación. Por eso carece de arraigo. Y la gente lo ve como un engorro. ¿Por qué tan poco entusiasmo hacia un cometido con abundante literatura fílmica? “Es una tarea incómoda, como cuando te toca formar parte de una mesa electoral”, concede Ferrer. Ningún parecido con ese gran clásico del cine, Doce hombres sin piedad,que ha vuelto a ver hace poco. “Además de ser una joya cinematográfica, demuestra cómo nos engrandece la deliberación”. Y eso es, a fin de cuentas, el cometido del jurado. Y lo que acaba enganchando a los ciudadanos que pasan por esa experiencia. Aunque puede resultar perturbadora.

Raquel, en un juicio por asesinato: “Ha sido muy duro, especialmente por las consecuencias

“A mí me supera. Me falta madurez, aunque me parece muy interesante”, confiesa A.S., estudiante de 19 años, miembro de un jurado en un caso de asesinato. Durante una semana tuvo que convivir con una historia truculenta y escuchar de labios de los forenses los detalles de una muerte horrible, “producida tras serle seccionada la vena yugular” a la víctima. Al final, A. S., que actuaba como jurado suplente, se libró de tener que participar en la deliberación y emitir un veredicto. Aunque tuvo que estar presente en la sala cuando se leyó. Un momento que supera a muchos. “A veces ves que el portavoz del jurado no puede leer el veredicto, que se le escapan las lágrimas, que no le sale la voz de la garganta, literalmente”, dice una funcionaria que atiende en cuestiones logísticas a los jurados.

Hacer justicia impresiona. Especialmente a un tribunal no profesional, sin la coraza que proporciona la rutina. Por eso, “en los juicios con jurado la estrategia de la defensa es totalmente distinta”, reconoce Eduardo Ruiz de Erenchun, miembro de un prestigioso bufete de Pamplona. Todo es mucho más didáctico. Y los interrogatorios, largos y procelosos. Por eso los juicios con jurado salen caros, en horas y en dinero. Aunque esta minuciosidad haya servido “para purificar la justicia”, dice la magistrada Ana Ferrer. “Los tribunales profesionales, a menudo, dan muchas cosas por supuestas”.

Ruiz de Erenchun tiene fama de ser persuasivo con los jurados. Lo demostró con su defensa de Diego Yllanes, que se sentó en el banquillo como autor confeso de la muerte por estrangulamiento de Nagore Laffage, una estudiante de enfermería de 20 años, ocurrida el día de San Fermín de 2008, en Pamplona. El fiscal y las acusaciones particulares llegaron al juicio, celebrado en noviembre de 2009 en Pamplona, con lo que parecían abundantes pruebas de un crimen perpetrado con el agravante de alevosía. Y sin embargo, el jurado no consideró probado que la víctima pasara varias horas sometida a la brutalidad de su verdugo, ni que Nagore, de 20 años, se encontrara completamente indefensa ante Diego, de 27 años y experto en artes marciales, que la estranguló tras propinarle 28 golpes causantes de hematomas, algunos de ellos con derrames internos. Ruiz de Erenchun construyó su defensa con las dos herramientas clave que, según él, tiene que manejar un abogado defensor en estos casos. Se esforzó por establecer “una corriente de empatía entre el acusado y el jurado”, y recordó machaconamente al tribunal popular “la gravedad de condenar sin la convicción total”.

Luis Rodríguez, abogado y catedrático de Derecho Penal, miembro del comité de expertos que ha asesorado al Ministerio de Justicia para el nuevo Código Procesal Penal, cree simplemente que “los jurados son más fáciles de engañar que un tribunal profesional”. Rodríguez dice hablar por experiencia. Como abogado de la acusación privada en el juicio por el asesinato del joven de 18 años Álvaro Ussía en la discoteca madrileña El Balcón de Rosales, en 2009, convenció al jurado de que además del portero que golpeó mortalmente a Ussía, otros dos compañeros suyos habían actuado como cómplices. La sentencia fue corregida en instancias superiores. Rodríguez no aprecia la institución del jurado. La considera desastrosa para impartir justicia.

“Las críticas son injustas. Los jurados fallan bien”, dice la presidenta de la Audiencia Provincial de Madrid. “Hay veredictos fallidos, pero a veces los fallos están en todo el proceso”. Excepciones aparte, como la escandalosa absolución en 1997 de Mikel Otegi, miembro de Jarrai, por el asesinato de dos ertzainas (el jurado apreció en el acusado una demencia transitoria), la mayoría de los veredictos polémicos se han basado en errores de toda la instrucción. El jurado que condenó a Dolores Vázquez por el homicidio de Rocío Wanninkhof, en 2001, lo hizo basándose en un juicio mediático paralelo que la había condenado ya, antes de sentarse en el banquillo. Vázquez quedó en libertad, tras 17 meses de cárcel, cuando gracias al ADN se encontró al verdadero culpable.

El jurado del que formó parte Natividad Lorente, en 1996, no suscitó otro interés que el de ser uno de los tres primeros que se constituía en España, tras el largo paréntesis de la dictadura y los años de la transición. “Cuando me llegó la citación para presentarme en la Audiencia de Palencia, me puse muy nerviosa. No sabíamos cómo iba a ser eso. Pasé noches sin dormir”, recuerda ahora esta enfermera de 55 años, madre de dos hijos.

El juicio tuvo algo de excepcional, con el presidente de la Audiencia como magistrado de la sala y el fiscal jefe como acusador público. “Fue muy fácil, tuve mucha suerte. Al veredicto se llegó en un día”. Fue de culpabilidad para el acusado, un hombre que había matado a su hermano drogodependiente que atormentaba a la familia. “Encontramos muchos eximentes. Fue condenado a seis años. Ya está en libertad y trabajando normalmente”, recuerda Lorente, que ha seguido después con mucho interés los juicios con jurados y anima a los seleccionados a que interpreten sin miedo su papel. Salvo cuando se trata de casos muy mediáticos. Entonces compadece a los pobres jurados. “Quizá sería mejor que se destinaran a tribunales profesionales”.

El caso que tuvo que juzgar Raquel no era mediático, pero sí grave. Un asesinato. Ella, una mujer formada y madura, lo vivió con enorme intensidad. “Tenía mucho interés en participar en un jurado popular, incluso lo hubiera hecho sin compensación económica”, dice. La experiencia, con ser buena, ha cambiado su opinión sobre la justicia, para peor. Y, sin dejar de defender el valor de los tribunales populares, insiste en que no puede integrarlos cualquiera. Su lema sería más bien: para ser jurado hay que valer. Pero eso requeriría una reforma que no va a promover nadie.

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