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Columna
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No nos cosamos la boca

El cierre de fronteras a los que no son considerados como refugiados es algo terrible

Soledad Gallego-Díaz

El pasado día 17 ocurrió algo terrible: los gobiernos de Macedonia, Serbia, Croacia y Eslovenia, países a través de los cuales se había creado un corredor humanitario para dar paso a las miles de personas que intentan llegar a pie a Alemania y a otros lugares de asilo, decidieron cerrar sus fronteras a aquellos que no pudieran demostrar que proceden de Siria, Irak o Afganistán, es decir que no demostraran su derecho a ser considerados refugiados. Miles de personas procedentes de Pakistán, Sri Lanka, Argelia, Sudán o Marruecos, inmigrantes económicos, que caminaban junto a ellos, quedaron automáticamente paralizados y en el limbo.

Los atentados de París, la ofensiva contra ISIS, han absorbido tanto nuestra atención que no somos conscientes de lo que significa esa medida y del angustioso estado en la que han quedado miles de seres humanos. Naciones Unidas, la Unicef, Amnistía Internacional, han advertido de que la situación se volverá incontrolable porque no es posible creer que esos miles de personas van a volver a sus países (¿cómo?) ni que van a aceptar morirse en silencio, bajo el barro, la lluvia y la nieve. “Esto es insostenible desde todo punto de vista, humanitario, legal y también de seguridad. La caída de la temperatura aumenta los riesgos para los niños y otras personas ya debilitadas por su larga marcha y crece la desesperación”, informan los expertos de la ONU sobre el terreno.

Todas las organizaciones presentes en esas fronteras aseguran que no hay lugares apropiados para acomodar a esas personas. “Hay que aumentar inmediatamente la capacidad de recepción y poner en marcha normas que permitan respetar los derechos humanos más elementales de esos inmigrantes no refugiados, seres humanos como todos los demás, que exigen mecanismos eficaces y dignos de protección”, asegura un portavoz de la ONU. Los únicos que controlan la situación son las redes de contrabando que ofrecen atravesar las fronteras a cambio de dinero, de compromisos de trabajo prácticamente esclavo o de tráfico de mujeres.

No somos conscientes de lo que significa esa medida y del angustioso estado en la que han quedado miles de seres humanos

Los pocos periodistas (sobre todo británicos, alemanes y norteamericanos) que continúan trabajando sobre el terreno relatan la desesperación de hombres que intentan colgarse de un árbol o personas que se cosen la boca y se niegan a comer ni beber. El cierre de fronteras a los no sirios o iraquíes ha provocado un formidable efecto dominó, con miles de personas atrapadas en tierra de nadie, a las que no se dice o explica nada y que en el mejor de los casos son acarreadas hasta campamentos vigilados por policías locales en los que no existe ni electricidad, ni agua corriente ni servicios mínimos de atención. “Volver atrás, no entréis”, les gritan desde las alambradas los que están dentro a quienes son empujados para que entren, relata, horrorizada, una periodista alemana en el semanario Die Zeit.

El problema de los refugiados y de los inmigrantes ha desaparecido de nuestra vista, pero los primeros siguen llegando a las costas griegas a razón de más de 3.000 al día, según datos de la según datos de la ACNUR, la agencia de refugiados de la ONU. Más de trescientas sesenta personas, en buena parte niños, han muerto ahogadas en el Mediterráneo en las últimas cuatro semanas, por el empeoramiento de las condiciones del mar. Los bombardeos hacen huir a un mayor número de refugiados, que intentan salir de los primeros lugares de acogida en Turquía o en Jordania y llegar a Europa. Y por el camino tropiezan con los inmigrantes pakistaníes, argelinos o eritreos que antes hacían esas rutas y para los que ahora no hay ni agua ni pan.

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