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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Nobel no da la felicidad... completa

Lo que gusta del premio es su pasión por la lentitud de los éxitos

Juan Cruz
 Svetlana Alexievich.
Svetlana Alexievich. VASILY FEDOSENKO (REUTERS)

Hay muchos que preguntan, a los editores, a los periodistas, a los académicos suecos y a quien se ponga por delante en días como el de ayer, si el Nobel, este galardón tan codiciado, conlleva ventas superlativas.

Pues según. Por decirlo corto, los que ya son superventas venderán más y los que tienen prestigio, pero venden poco, seguirán teniendo prestigio (más aún) y venderán tan solo un poco más. Cuando en 1986 se lo dieron al nigeriano Wole Soyinka, los editores españoles de entonces (Alfaguara) contaban que fueron 64 los ejemplares de más que el recién premiado apuntó en la cuenta de sus derechos. Ahora ha ganado el Nobel una escritora bielorrusa de la que las apuestas sabían más que muchos lectores de todo el mundo, no por la consideración que merece la literatura que hace, sino porque las cosas son así: la gente conoce a muchos que nunca tendrán el Nobel, y que figuran como escritores extraordinarios en sus tiempos y en sus países; esos escritores aspiran legítimamente al Nobel, pero solo lo tienen unos cuantos, y no siempre los más conocidos o exitosos.

 Esta es una de las virtudes del Nobel. El premio, el mayor acontecimiento mediático de la literatura universal, ha dado a conocer a poetas raros, a escritores que luego circularon poco, pero circularon, buscándose un hueco entre obras que habían recibido el favor del público pero que nunca llegarían a perturbar los ojos de los reputados académicos.

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En cierto modo, pues, el Nobel ha sido un revulsivo que puso de manifiesto, por ejemplo, a Herta Müller, la alemana de Rumania, o al húngaro Imre Kertész, a la polaca Szymborska o el muy reservado irlandés Samuel Beckett. Todos ellos eran escritores que trataron de ahondar en un interior que no precisaba del enorme eco público que luego obtuvieron. A ellos les daba igual el eco: lo que les interesaba era contar al mundo qué sucedió en su memoria, o en su alma rota, y eso hicieron. El premio no los iba a llevar al paraíso, porque ellos ya sabían que no existía el paraíso. Del infierno, precisamente, procedía su inspiración.

Esa es la virtud del Nobel. Es como una gran burla universal. Estamos esperando (los periodistas, las casas de apuestas) los nombres que ya nos sabemos, los best sellers que ya están en todas las estanterías, cuyos administradores tiemblen de gozo ante la posibilidad de que sea uno de los suyos el agraciado. Y lo que para la Academia es una historia como la de Svetlana Alexiévich o unos versos como los de esa polaca que sigue ganando batallas después del Nobel y de la vida. Lo que gusta del Nobel es su pasión por la lentitud de los éxitos; y eso es lo que le espera, quizá, fuera de su propio mercado, a la ganadora de ayer. Que, seguramente, es lo mejor del Nobel: que el Nobel sea un premio a veces casi secreto que, además, leerán en secreto los que no necesitan el Nobel para ponerse a leer a aquellos que merecen reconocimiento.

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