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Un negocio no tan redondo

Ghana es el segundo productor de oro africano, pero las enormes ventajas fiscales a las multinacionales limitan los beneficios y lastran el desarrollo del país

José Naranjo
Presa donde se almacenan los residuos resultantes de la extracción del oro.
Presa donde se almacenan los residuos resultantes de la extracción del oro.Alfredo Cáliz

Ghana es un país de abundantes recursos minerales, como manganeso, bauxita, diamantes e incluso petróleo, sobre cuya explotación ha sostenido su crecimiento económico de los últimos años. Sin embargo, si por algo se identifica a esta nación es por su producción de oro, que data de los tiempos previos a la colonización (no en vano los ingleses llamaron a este territorio Gold Coast, la Costa de Oro). En la actualidad, Ghana es el segundo productor de África subsahariana tras Sudáfrica y este mineral representa el 38% del total de las exportaciones ghanesas. No cabe duda de que es uno de los grandes pilares de su economía. Como dice David Isaac, minero artesanal de Kenyasi, “estamos sentados encima de una montaña de oro”. Sin embargo, 30 años después de que se liberalizara el sector para atraer la inversión extranjera existe un creciente consenso de que este modelo económico no ha traído el desarrollo esperado y que las multinacionales que explotan el oro podrían dejar muchos más beneficios al país.

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Todo empezó en los años ochenta. Ghana estaba sumida en una grave crisis económica y las autoridades decidieron seguir a pies juntillas los consejos de las instituciones financieras internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, abriendo su economía a la inversión extranjera. La nueva Ley Minera de 1986 sentó las bases de un auténtico boom que para 1999 ya había generado un volumen de inversión de tres billones de dólares. De producir oro en explotaciones a pequeña escala controladas por la empresa estatal, Ghana pasó a irrumpir en el mercado internacional con una decena de fértiles minas auríferas de gran dimensión explotadas por un puñado de grandes empresas, la mayoría multinacionales.

Sin embargo, el cuento de la lechera tenía un problema. “Todas las políticas que se pusieron en marcha en los años ochenta y noventa fueron diseñadas para atraer inversión, no para generar desarrollo. Y este es el modelo que aún perdura”, asegura Yao Graham, coordinador de Third World Network-Africa y secretario ejecutivo de la Coalición Nacional de Minería, una red de ONG, sindicatos y movimientos sociales vinculados a este sector. “Existe un discurso oficial en el que se habla de cómo la extracción de oro genera importantes dividendos al país, pero en realidad es todo propaganda. Deja muy pocos beneficios porque a las compañías se aplica una ley que les exige muy poco en términos de tasas y royalties”.

Las 19 minas de oro operativas en Ghana han afectado a 30.000 comunidades

En los últimos años se está produciendo un contagioso despertar por parte de los países africanos a la hora de renegociar los contratos con las empresas extractivas, aún no con la intensidad con que se dio este fenómeno en la última década en Latinoamérica, sobre todo con los hidrocarburos, pero parece algo imparable. La propia Unión Africana ha tomado cartas en el asunto y ha mostrado su rechazo explícito al paradigma del Banco Mundial y el FMI y en países como Angola, la RDC, Malí o Mozambique empiezan a revisarse las condiciones pactadas con las multinacionales. El caso de Níger durante el pasado año 2014 es uno de los mejores ejemplos, pues el Gobierno se enfrentó a la poderosa empresa gala Areva y llegó a paralizar durante un tiempo su producción de uranio hasta que consiguió unas condiciones más ventajosas para el país.

Es lo que ha venido en denominarse la Visión Minera Africana (AMV, según sus siglas en inglés), una estrategia de la UA planteada en 2009 que pretende algo que puede parecer evidente, pero que en realidad es revolucionario: que los países africanos aprovechen sus inmensos recursos mineros para dar un impulso al desarrollo. Sin embargo, Ghana parece estar en otra onda. En enero de 2014, el presidente del país, John Mahama, aseguraba en Davos que su país no podía revisar al alza los impuestos a las empresas mineras: “Si lo hacemos las empresas tendrán que despedir trabajadores y necesitamos esos empleos. No nos dejarán modificar las tasas”.

30 años después de que se liberalizara el sector, el modelo no ha llevado al país la riqueza que se esperaba

“Esta posición revela la debilidad del Gobierno ghanés”, opina Graham, quien está convencido de que el futuro pasa por aplicar una moratoria a la apertura de nuevas minas, renegociar los contratos en base a una nueva Ley minera que sea más ventajosa para Ghana y regular de una vez el sector artesanal, que pese a su menor dimensión es más generador de desarrollo que la gran minería porque está en manos de locales y emplea a más ghaneses. “El problema es que aún no existe la suficiente presión ciudadana y de las comunidades para que el Gobierno ceda a estas pretensiones. Aunque estamos seguros de que la balanza se acabará inclinando en esta dirección”.

En la actualidad hay 19 minas de oro a gran escala operativa en Ghana, en concreto en cuatro regiones, Ashanti, Oriental, Occidental y Brong Ahafo, explotadas por un centenar de compañías locales y extranjeras. En los últimos años su capacidad de generar empleo local ha pasado de 50.000 a 20.000 personas, debido a la caída de los precios del oro en el mercado internacional, cifras que están muy por debajo de la cantidad de empleos que genera la agricultura. Esta actividad se traduce en unas 30.000 comunidades afectadas que se han visto obligadas a generar nuevos medios de vida alternativos al campo o incluso que han tenido que trasladarse de lugar. Un impacto enorme para un mineral que, como dice Graham, “en realidad no sirve para nada, no tiene ninguna utilidad práctica, más que para adornar y que, paradójicamente, es el más atractivo para invertir en él. Curioso, ¿no?”.

Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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